Recibiendo el testigo
José Manuel Sequera
Todo lo hacían aquellas manos que incansablemente se posaban sobre las teclas blancas y negras, transmitiendo aquel mensaje en su muy particular código, flotando entre galopes de brisa, fluyendo de la vieja chistera, energía que me permitiría conocer diversos horizontes. De aquel viejo piano Sauter surgían las mágicas notas que José Natalio solía interpretar, notas que servirían para formar parte de las estrellas que serían guías por diversidad de horizontes. Con cada acorde, con cada contrapunto, con cada descarga, aparecían desenfadadas las señales que definirían inimaginables rutas, sorprendentes y maravillosos sonidos hechos caminos que se atesoraban en aquel cúmulo de células hechas humanidad, esa misma humanidad que siempre usó trajes hechos con fusas y claves de sol, con hilos de séptimas y novenas, con puntillos y silencios bordados.
Una tras otra, las historias no dejaban de aparecer asomadas entre cada una de las teclas, relatos que se iban escribiendo en aquel invisible cuaderno, cuyas interminables hojas hoy siguen siendo un punto de referencia, siempre teniendo como protagonista la figura del flaco de oro, Agustín Lara, pluma y sonido jarocho que acompañó tantos amores e historias. Todo esto tuvo como escenario aquel viejo piano Sauter, donde la mano izquierda de José Natalio se manejaba cual espadachín en su combate final, con destreza, con sutilezas y cadencias caribeñas, y su mano derecha era pura precisión y contundencia, liberadora de acordes complejos y de finas melodías, tallando en cada tecla sus particulares historias.
La sensibilidad se abría paso a partir de aquellos encuentros cargados de sonidos e historias, donde las voces de Pedro Vargas, Toña La Negra y Juan Arvizu eran frecuentes invitadas a aquellas tertulias donde se fue formando todo. Sin embargo, aquellos encuentros en la casa del abuelo tenían, también, sus matices venezolanos. Antonio Lauro, Antonio Carrillo, Pablo Canela y Laudelino Mejías, entre otros, surgían como referencias obligadas en los paisajes que José Natalio dibujaba en su piano Por allí comenzaba la cosa.
Con el pasar del tiempo, las referencias iban apareciendo desde diversos rincones del planeta, vía Lorenzo, el viejo, cuyos gustos variopintos iban desde las rancheras más conocidas hasta los boleros de Tito Rodríguez. Puente, por su parte, vendría después. Todo aquello representó – y lo sigue haciendo – un fabuloso matraz donde diversos sonidos se fueron mezclando de manera homogénea, lentamente, al calor del sol del trópico, cocido en agua de coco , permitiendo que cada uno de ellos pudiese existir sin estorbarle al otro, en perfecta coexistencia. Ritmos que tenían boleto de llegada se fueron haciendo presentes, mostrándose en su total esplendor, derramando secretos y sabores que vinieron a darle ese toque especial, ese secreto del chef, la maña que hacía falta.
De esas incansables manos que acariciaban teclas blancas y negras generosamente recibí la batuta en forma de testigo, para seguir en este incansable viaje, en esta suerte de descubrimiento de distintas sonoridades que cada vez arrullan mis oídos, que cada vez me invitan a seguir viajando sin necesidad de pasaporte o visa, donde las etiquetas se dejan atrás, señal inequívoca de la universalidad de los sonidos. Todo gracias a José Natalio, y al viejo piano Sauter.
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