12.11.2006

Yo, el antihéroe que suscribo

Javier Miranda Luque




“Seamos perezosos en todo,
menos en amar y en ser perezosos”
(Paul Lafargue)



Para mí, los héroes son un bostezo sostenido que me acalambra la mandíbula. Desde siempre he optado por los antihéroes, los perezosos, los quietos y, ¿por que no, pues?, los canallas de ficción. Resulta, además (y esto lo he venido a descubrir recientemente), que yo siempre he sido un vanguardista preclaro de lo que ahora se denomina “slow life". O sea, que nunca me he anotado en la carrera de ratas y que prefiero la vida contemplativa que te conduce al pelabolismo, sí, pero a la placidez, también.

Me relataba mi madre que cuando nací, en vez de escupir el proverbial alarido lacrimógeno que ensayan los bebés para estrenar sus pulmones y hacerse oír, pues yo, simplemente, bostecé una y otra vez. Siempre he sido un ecologista que he ahorrado energía intentando encaminarme hacia el mínimo esfuerzo en todas mis acciones y desplazamientos. Como ya sospecharán he evitado el deporte a toda costa, falsificando certificados médicos en primaria y bachillerato que me eximían de sudar como un cerdo recalentado por las inclemencias de tanto trópico.

Si hasta en mis lecturas he prescindido de aventuras que puedan fatigarme. Julio Verne, ni de vaina. La Odisea, bien lejos. Lo mío es Calderón de La Barca susurrándome desde sus páginas que “la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Y, claro está, el dios Oníricus es la máxima deidad de mi politeísmo, seguido de Eros (por la horizontalidad que predomina en sus predios). Hemingway es una ladilla con sus bravuconadas de guerra y matanzas de animales. Mis libros de cabecera son aquellos donde no pasa nada y el narrador-protagonista despereza su viaje interior. ¿Por ejemplo, me increpan? Las novelas “Éxito” y “Dinero” de Martin Amis.

Y es obvio que a esto de la escribidera accedí porque se podía hacer sentado, sin tener que cargar nada y con la posibilidad de que apenas se me cansen los ojos y los dedos. La antología de mi flojera llega a tanto que, tras escribir estos cuatro párrafos iniciales, voy a recortar y pegar a continuación cierta añeja crónica que he reciclado ene cantidad de veces sobre el mismo tópico. Aquí la tienen y, si recuerdan haberla leído, háganse la vista gorda, sorda:

Una pequeña publicación cuya portada exhibe sin decoro alguno a un individuo reposando en un chinchorro (se supone que sea el mismo autor), bajo el sugerente título de "El libro de los no corredores", marcó mi vida para siempre, sintiéndome partícipe, por primera y única vez en mi existencia, de un privilegiado club de semejantes, socios del ocio, cofradía perezosa y secreta.

Fue en ese preciso y precioso momento que descubrí y definí mi vocación, mi misión vital y mi karma: permanecer libre y ocioso, feliz y desempleado, sin oficio, amoroso y altivo, como esa soberbia criatura emblemática que es la pereza de la Plaza Bolívar o, si prefieren, como el negrito del batey quien canta, encantado, que el trabajo es su enemigo y pretende entonces, como reza la máxima popular, "vivir de los padres hasta que se pueda vivir de los hijos", cosa cada vez más difícil y meritoria, dados los tiempos que corren, cuando hay que correr y hasta encaramarse para poder vivir uno y mantener a padres, cónyuges, hijos y representantes, cargas impositivas mediante.

Los postulados del libro, excepcionalmente lúcidos y preclaros, alertan sobre lo absolutamente innecesario y hasta nocivo que resulta todo ejercicio físico, además del riesgo seguro -clínicamente comprobado- de desfallecer ante el esfuerzo. Se contemplan, obviamente, como en toda buena regla que se precie de serlo, unas cuantas excepciones que, inusualmente, dado mi entusiasmo en el tema, me tomo el tedioso trabajo de exponer. A ver, pues, su atención por favor, que esto no tiene "replay", como quien dice:

Respirar, pero, sobretodo, no olvidarse de hacerlo; masticar; tragar; cerrar y abrir los ojos; desplazarse parsimoniosamente (herencia invalorable de los persas, quienes lo hacían únicamente sobre gruesas alfombras, buscando aminorar el impacto de sus pasos, cual visionaria anticipación -hace siglos- de la ingeniería ergonómica que, como concepto teórico, comenzó a manejarse hace apenas treinta años); presionar levemente los botones del control remoto, del celular o, en su defecto, del teléfono inalámbrico, cuidándonos de no provocar trauma de digitalización alguno o acalambrarnos las articulaciones de los dedos, particularmente el pulgar y el índice, cuando manipulamos cualquier teclado, así sea el de la agenda electrónica o el del telecajero; bostezar sin abrir demasiado la boca; extraer de la cartera nuestras tarjetas de crédito; hacer el amor a discreción del dúo ejecutor (y aquí me voy de ilustrado, citando a un ocioso europeo mentado Thor Elau, quien lo único memorable que dijo fue: "reposeros del mundo.(h)un(d)íos en el colchón de vuestros sueños").

Páginas de ese calibre me dispararon a otras, tanto o más explosivas como, por ejemplo, las de "Elogio del ocio", del escandaloso filósofo británico Bertrand Russell, quien establece una curiosa relación entre el exceso de trabajo y la proliferación de las guerras (así, el stress contemporáneo desencadenaría enfrentamientos del tipo "tormenta del desierto", mientras que el desempleo generaría, a la larga, caracteres pacíficos, ¿por el hambre?, en una suerte de pensamiento sociopolítico que mezclaría, en una licuadora, a Ghandi con Caldera). El resultado de tal mezcla filosófica podría compararse a un coctel molotov, hecho de curry y alcohol isopropílico, tanto peor que los utilizados por los encapuchados uceversitarios.

Tras sobreponerme a la fatiga visual y mental que me aquejaba, me aproximé con cautela a un auténtico tratado, un clásico, una verdadera biblia para iniciados, "El derecho a la pereza", de Paul Lafargue, yerno de Carlitos Marx para más señas y compatriota, cosa curiosa, de los Castro (Fidel y Orlando). Este escritor cubano-francés que machucaba ambas lenguas con los acentos cambiados (vaya, que el idioma cubano lo pronunciaba afrancesado y viceversa), decidió un buen día quitarse la vida, así, sin más ni menos, por las buenas, sentado en una mecedora de jardín junto a su esposa Paula, al aire libre (a su aire, como dirían los españoles), en plena campiña francesa.

Simplemente estaba aburrido, dicen que dijo, y no tenía serias intenciones de esforzarse en entretenerse. Cuentan las malas lenguas que a partir de este hecho, en el que Lafargue arrastró por pura inercia a su esposa, su suegro marxiano, el propio ideólogo de "El Capital", comenzó a formular sus teorías acerca de las contradicciones dialécticas y de la lucha de clases.

Tiempo después, sin demasiado esfuerzo, yo mismo me dediqué a ensalzar los jugosos beneficios, virtudes diferenciales y valores agregados del ocio y la pereza, a través de un programa radial denominado "El ocio es nuestro negocio", que dejé de transmitir por pura flojera de levantarme los sábados en la mañana a perifonearlo. Mientras duró, esta guía del tiempo libre contó con toda una legión de oyentes ociosos que, desde sus respectivas camas o sitios de reposo, seguían -entre bostezos- el programa. A veces, en muy escasas ocasiones, algunos radioescuchas se dignaban telefonear para sugerir acortar la duración del espacio, ya que el sueño los vencía durante la emisión del mismo, no logrando, nunca, oírlo de cabo a rabo.

Y, por insólito que parezca, hasta tenía mis patrocinantes que pagaban y renovaban, religiosamente, sus contratos publicitarios. La versión televisiva del programa no me permitieron realizarla, ya que se negaron a sacarme al aire en pijama, en vivo y directo, vía micro-ondas, desde la comodidad de mi propia cama. Desde entonces vivo en paro forzoso, según lo estipula la ley del trabajo, sin disfrutar realmente de las "vacaciones", pues debo reconocer que este concepto de disfrute del tiempo libre se pierde y se desvirtúa cuando todo el tiempo se pasa ocioso y sin negocio.

Pero así y todo, sin que me quede nada por dentro, me declaro y me asumo como un ocioso militante, perezoso de pura raza, flojo convicto y confeso, culpable de cuanto pecado mortal se me atraviese por delante (siempre en exceso, jamás por omisión) y en verdad, en verdad les digo que desde que vi la película "Seven" (donde un fanático enloquecido se encargaba de castigar hasta la muerte a los practicantes de cada pecado capital y silvestre), vivo algo inquieto ante la perspectiva de que algún demente suelto, de esos que tanto abundan entre nosotros, se le ocurra ponerse a imitar al asesino gringo en cuestión y yo aparezca, entonces, encabezando la lista negra del verdugo cabeza caliente, por ocioso, perezoso, goloso, lujurioso...y concluyo, porque, a estas alturas, ya estoy extenuado.

http://javiermirandaluque.blogspot.com