Divagación de la escritura o Primero fueron las vocales
Primero fueron las vocales. Luego me enseñan una m, la cual combinada con las letras a, e, i, forma las sílabas ma, me, mi, y con ellas decir en fantástica combinación mi mamá me mima. Miro el sonido de esa frase en un papel donde se encuentran las letras combinadas. Tengo unos 3 años en ese momento y aún siento las letras saltando del silabario a mis ojos enlazándose, gracias a alguna misteriosa alquimia, en palabras.
El silabario fue mi primer libro querido. Mi mamá me mima, mi mamá me ama, mi papá me mima, mi papá me ama, son las frases que leí primero y las cuáles por ese contenido amoroso tan fundamental para una niña, casi un bebé aún, me encadenaron por siempre a esos garabatos en negro que compendiaban de forma contundente mi universo de entonces. Ese amor contenido en frases tan pequeñas disparó mi romance con el lenguaje.
Las palabras cobraron dimensión para mí. Al leer, liberaba al mundo encapsulado en ellas y así saltaban fuera de las páginas para rodearme y [re]construir lo que ya conocía. Desde ese entonces, leer es una experiencia topográfica, si cabe este término, para definir mi relación con la lectura. Porque esa alquimia de las letras levanta volúmenes, revela curvaturas, recovecos, aristas, abre o cierra espacios que uno explora, con sólo palabras.
Los progresos con el silabario y la revelación de las cosas en derredor me hicieron saltar sin demora a los cuentos infantiles y pasar a la experiencia de ver otros universos crearse ante mis ojos, sólo para mí, en una exclusiva de momentos de prodigio que no cesan de maravillarme.
De allí, pasé a los clásicos de la nutrida biblioteca de la casa que se convirtió en una galaxia misteriosa y monumental. Y la exploración de cada tomo no sólo me llevó a reconocer y [re]nombrar al mundo sino que me conminó a la mirada íntima. Así llegué a poner palabras en una suerte de diario cuando niña. Desde entonces me he tejido y desbaratado una y otra vez escribiendo en cuadernos que guardo en el desorden de mi Babel personal. Cada vez que la pluma rasga la hoja, otorgo esa dimensión volumétrica a pensamientos, emoción o sensaciones que como en una merengada se juntan en el continuo de mi vida. Pero no es un proceso totalizador sino más bien fragmentador, porque lo revelado son destellos fugaces, atisbos de mí jugando a vivir en la ficción y la metáfora de mí misma.
Y claro, luego está la tentación suprema de la creación. Ser Dios[a]. El supremo mago todopoderoso. Y decir, hágase esta historia, y ver que la historia fue hecha y que es buena. Hágase este poema, este cuento, este artículo, la crónica y quizás algún día la novela. Y ver que todos son hechos y en alguna medida buenos, en un génesis interminable. Delante del computador o con el lápiz en mano recreo como con un lego o los cubos de madera o los creyones de cera de la infancia “eso” que sólo existe dentro de mí. Cada palabra un cubo con facetas, y a mi voluntad juntarla con otras para nombrar, decir, contar. Y así, ¡magia! ¡Hice magia! ¡Hago magia! Y tengo un mundo, en una página o muchas, pero lo tengo.
¿Y qué de la audiencia? Difícil pregunta. Porque el escritor es mago, pero el lector también. Y a veces desprenderse de los conjuros personales es difícil y atemoriza. Es un pedacito de uno que se regala. Una pista. Habemos unos menos proclives que otros a soltar esas pistas. A dar claves para una topografía personal. A permitir el juego de la creación a partir de nuestros fragmentos.
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