12.11.2006

Re-flexiones de un lector daltónico

Fedosy Santaella


El color del armario
Decía Italo Calvino que los clásicos son esos libros de los cuales se dice: “Estoy releyendo” y nunca “estoy leyendo”. Puede ser cierto, pero no es una verdad total. Para mí, un clásico es el que está en la biblioteca de tu casa antes de que nacieras, un ejemplar que consigues en el kiosco más cercano, y un libro muy barato. Porque los clásicos suelen ser libros baratos, y menos mal. Ah, un clásico también es una de tus primeras lecturas, de esas que tienen el color de un armario secreto, de una puerta que se abre a otra parte, a un campo abierto, con molinos al fondo.

Escritores amarillos
Hoy quiero hablarte de alguno de esos libros. No de todos, porque uno siempre se debe guardar algo.

Empecemos por los cuentos completos de Edgar Allan Poe, que llegaron a mis manos gracias a mis padres y al catálogo del Círculo de Lectores. Par de libracos buenos, económicos, amarillos y traducidos por Julio Cortázar.

Desde entonces, Edgar Allan Poe es amarillo, y Cortázar, algo así como su heredero, como si se apellidara Julio Edgar Cortázar Poe.

A Poe siempre vuelvo. Lo “releo”. Con Cortázar hoy siento una especie de amor-odio que no sé explicar. Lo percibo a ratos sensiblero, facilón. Entiendo que es una sensación injusta, y estoy al tanto que si vuelvo a leer La isla al mediodía, o Casa Tomada, recibiré una cachetada fenomenal de parte de uno de los más grandes maestros del cuento. A este distanciamiento contribuye tanta estupidez que se ha tejido en torno a la barba, la estatura y la cara de muchacho perdido del autor; toda esa parafernalia bohemia que los mediocres de pasillo le han adherido como un barro sucio y feo.

En fin, así estoy ahora con Cortázar, qué se le hace. Permíteme estos insensatos comentarios bajo la luz íntima de una conversación entre amigos. Creo que por el motivo antes expuesto, tengo años que no lo releo. Pero sí lo considero un clásico.

La negra portentosa y el ángel naranja
Ya te comenté mi creencia de que un clásico es aquel libro que uno lee de adolescente y nunca más lo olvida. Quizás en ese instante no sabes que estás leyendo una gran obra. ¿Y qué importa? Tampoco importa mucho si realmente es importante, o que aparezca en los 1001 libros que hay que leer. Si ese libro te marca, será “tu” clásico. Así de sencillo.

Lo digo por si acaso, pero dudo que sea el asunto de otro de los libros que me marcaron: Demián, de Hermann Hesse. Tengo la sospecha de que esa novela ha sido valiosa para muchos jóvenes, así como Siddhartha y el Lobo Estepario. De los tres, tengo un claro recuerdo de Siddhartha. En cambio, la historia de Emil Sinclair y Max Demián es para mí, hoy día, todo un enigma. De ella sólo tengo vagas sensaciones e imágenes tamizadas por el tiempo.

Me recuerdo leyendo Demián en mi cuarto, la puerta cerrada, el aire acondicionado encendido. Eran años difíciles. Había guerra, es decir, yo estaba en guerra contra mí mismo y contra el mundo, y quería ser diferente, único, supremo. Nada más conveniente que aquel joven poderoso, indescifrable, que tenía la marca de Caín en la frente, y una madre que se me antojaba divina, seductora, deseable.

Max Demián hablaba de Abraxas, o eso creo rescatar de mi memoria, y justamente en aquella época llegó a mis manos un disco de Santana que portaba el mismo nombre del oscuro dios.

Su carátula resultó un disparador de hormonas y de grandores. ¿No iba a serlo? ¿La has visto? Ahí puedes ver a una negra exuberante, con unas tetas portentosas y las piernas entreabiertas, tumbada en éxtasis sobre un mueble impreciso de tantas telas exóticas que lo cubren. Junto a ella, sobrevolándola, una mujer ángel, anaranjada, calva, toda tatuada, de cuerpo atlético y tetas durísimas, cabalga una tumbadora.

Aquello era demasiado para mí. Si me conozco bien, seguro mis manos mataron la inquietud onanista que me azotaba viendo aquel cuadro sublime, mientras al fondo sonaba Black Magic Woman/Gipsy Queen; y a mi lado, el Demián abierto, desalojado en el coitus interruptus de mi lectura. Quizás entonces la negra, la mujer ángel, la madre de Max Demián y todas las carajitas del universo eran una misma mujer prototípica entre mis dedos.

No recuerdo mayor cosa del libro de Hesse, y tampoco creo que alguna vez lo “relea”. No necesito hacerlo. Lo realmente valioso de la novela es la sensación que me dejó, esa imagen del despertar del espíritu, esos ojos que se abren ante la inmensidad de un mundo que no es el que está afuera. No quiero perder esa impresión. Así que en este caso, te estoy hablando de un clásico que nunca releeré, a pesar de Calvino.

El cuento azul
Cada vez que escribo estoy siguiendo las huellas de esos maestros. De Poe, Cortázar, Hesse y otros tantos. Los sigo en esa necesidad de huir para rescatar y rescatarme. Quizá por tal razón ahora me viene a la mente no un libro, sino un cuento: El cuento ficticio, de Julio Garmendia.

El día que leí ese cuento (un sublime pasquín), dejé de estar solo en el mundo, en mi mundo, y comprendí que lo que a mí me gustaba, que lo que yo escribía estaba bien, y no tenía por qué no estarlo.

A pesar de ello, con los años no he parado de cuestionarme. Y es que muchas veces he pensado que equivoco el rumbo, que debo escribir más bien de esta manera o de otra, que a lo mejor así me gano un premio… qué sé yo cuánta tontería. Incluso he puesto bajo tela de juicio mis lecturas, y me he comprado o he estado a punto de comprar libros que sé tediosos e interminables.

Hoy no me avergüenzo, no me arredro al decir, por ejemplo, que he disfrutado la lectura de Stephen King, otro gran maestro que influye sobre mi escritura. A él sí lo he releído. Carrie, El Resplandor, Cujo, Verano de Corrupción y todos sus cuentos, sus fenomenales cuentos, no dejan de darme vueltas siempre que escribo.

Daltónico absoluto
Desde mis letras, desde mi conformación como ser humano, quiebro una lanza por la fantasía, por el miedo, por el suspenso, por el humor, por los cuentos para niños y por las historias que entretienen. Daltónico absoluto de la literatura, eso soy. Daltónico de la existencia, también.

No sé los demás, pero yo vuelvo a algunas imágenes siempre que intento persistir a pesar de la caja fuerte de la realidad que me cae encima a cada paso que doy. Para levantar el pesado baúl, para seguir, tengo algunas estampas fundamentales. Ésta es una de ellas: Tres primos a la orilla de una playa vacía, una isla al frente, y mi papá mirándonos recostado del carro, descalzo, los pantalones arremangados, sonriente, regocijado. Yo nací cerca del mar, y ese es un hecho, una mantilla mágica, que te hace continuar.

Tengo también un elefante de latón, una casa antigua, una calle empedrada, y a mi viejo leyendo sobre un sofá, un fin de semana.

Intento atravesar ese puente siempre que puedo, a pesar de que a veces pareciera romperse con el peso de las mil cajas de seguridad, y de que sus semáforos de vez en cuando se ponen en rojo. Pero yo los veo verdes, y sigo, y ahí voy.

3 Comments:

Blogger JCZ said...

Bróder, gracias por recordarme a Siddhartha y a Govinda, los "Estoy releyendo"

Saludos

10:51 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Y yo, a veces releo tu "oquedad del maestro". A lo mejor un dia te volveras un clasico, que haran la generaciones siguientes? No deberian releerte? Fedosy, releer; es placer ademas de otros placeres.
El personaje adolescente del que hablaste aqui me recordo una peli "Little Miss Sunshine", el adolescente era un daltonico que me hizo llorar.
cereza plateada

9:01 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Dado su evidente interés por la literatura, me permito enviarle mi link, en el cual encontrará una novela publicada On Line. http://omarmesones.blogspot.com/

10:48 a. m.  

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