Por una mentira
José Urriola C.
Yo escribo porque no pude ser músico. Pintar me aburrió siempre mortalmente, aunque el dibujo fuera libre. Pero escribo, sobre todo, porque decidí creerme una mentira.
La casa en la que crecí estaba repleta de discos y libros. No recuerdo que hubiera específicamente libros para niños, pero sí estaban los cómics completos de Tintin, El Tesoro de la juventud, una biblioteca llena de literatura (libros de papá) y libros de ciencia (los de mamá). Yo saltaba de un cómic a los cuentos de Andersen, o a las Crónicas marcianas de Bradbury, y de allí a un catálogo ilustrado de elementos de la tabla periódica que era de una belleza insólita, me podía pasar horas jugando a reconocer un gas noble de otro sólo por el color, o al titanio del platino por el brillo metálico.
Todas las noches del mundo, antes de dormir, había una hora que llamábamos “la hora de la lectura”. Papá leía en voz alta, yo lo escuchaba tendido a su lado, bocarriba, viendo al techo o mirándolo a él. Leía con voz gruesa, moviendo el pecho y el abdomen con respiración pesada, haciendo un sonido ronco al tragar saliva en las pausas. Leíamos El libro de la selva de Rudyard Kipling, sobre todo –una y otra vez por petición mía- volvíamos por el archifavorito cuento de Riki-tikki-tavi que me emocionaba siempre como si fuera la primera vez; me leyó los tres tomos de El Señor de los anillos, La saga de Las Fundaciones de Isaac Asimov (el párrafo final de Segunda Fundación me lo sé de memoria desde los ocho), leímos también el Conde de Montecristo y a Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. Yo le preguntaba a papá que si no había un libro donde el protagonista fuera Atos, que me caía muchísimo mejor que los otros dos y ni hablar de D’Artagnan, a lo que papá decía: “no, hijo, no que yo sepa… a menos que lo escriba Usted”. Y yo me quedaba pensando en que sí, cuando cumpliera doce o trece, por ahí, me sentaría a escribir una novela aún mejor que estas, donde Atos demostrara que era el mejor de todos los mosqueteros jamás.
Con cierta frecuencia el viejo depositaba en precario equilibrio al libro abierto sobre la curvatura de su barriga. Hacía una pausa más larga de lo común, se quedaba viendo por la ventana. Y entonces repetía un juego fascinante, siempre idéntico, siempre el mismo, un juego que se nos haría un ritual con el paso de los años:
“Mira, Josezno, fíjate en aquella estrella lejanísima que está por allá. Seguro que es un sol. Y seguro que ese sol tiene planetas alrededor. En el tercer planeta de ese sistema solar justo en este momento está un padre leyéndole un libro a su hijo. Seguro que hará una pausa, se pondrá el libro sobre la barriga y le dirá a su cachorro en una lengua extraña y hermosísima: mira, hijo, aquella estrella lejana que se ve allá por la ventana, seguro que es un sol y seguro que en un planeta de ese sistema solar habrá justo en este instante un padre leyéndole a su hijo un libro que, en una pausa, se pondrá sobre la barriga y mirarán por la ventana a una estrellita lejana…”
Nos reíamos. Y yo mentalmente le ponía una cara a ese padre y a ese hijo, le ajustaba el brillo exacto de ojos, el reflejo preciso de cada cabello ante la luz de sus lunas; entonces reanudaba la lectura el viejo. Pero dejaba esa perla flotando sobre nuestras cabezas y a mí se me entrelazaban las historias del Mulo, de Frodo, de Mowgli, con la historia de aquel padre y aquel hijo que leían al mismo tiempo que nosotros en un universo paralelo. Me juré que cuando yo fuera grande -después del libro de Atos-, escribiría yo los cuentos de ese otro espacio. Y escribiría, además, el libro fantástico que nuestros dobles interestelares estaban leyendo.
Algunos años más tarde, compartiendo una cerveza con papá en los chinos de La Boyera (yo iba por la tercera, mientras papá sorbía ya la octava, pues bebía a velocidad de vértigo sin rascarse) le comenté al viejo sobre mis intenciones de escribir esas historias de ciencia ficción. Y el viejo me respondió con una mentira hermosísima, que la llevo guardada en el cajoncito más entrañable de la memoria:
-Claro, chamo, yo sé que lo vas a escribir. Yo soy simplemente como el papá Picasso, un dibujante que le enseña a su hijo que el pintor va a ser él.
Yo escribo porque no pude ser músico. Pintar me aburrió siempre mortalmente, aunque el dibujo fuera libre. Pero escribo, sobre todo, porque decidí creerme una mentira.
La casa en la que crecí estaba repleta de discos y libros. No recuerdo que hubiera específicamente libros para niños, pero sí estaban los cómics completos de Tintin, El Tesoro de la juventud, una biblioteca llena de literatura (libros de papá) y libros de ciencia (los de mamá). Yo saltaba de un cómic a los cuentos de Andersen, o a las Crónicas marcianas de Bradbury, y de allí a un catálogo ilustrado de elementos de la tabla periódica que era de una belleza insólita, me podía pasar horas jugando a reconocer un gas noble de otro sólo por el color, o al titanio del platino por el brillo metálico.
Todas las noches del mundo, antes de dormir, había una hora que llamábamos “la hora de la lectura”. Papá leía en voz alta, yo lo escuchaba tendido a su lado, bocarriba, viendo al techo o mirándolo a él. Leía con voz gruesa, moviendo el pecho y el abdomen con respiración pesada, haciendo un sonido ronco al tragar saliva en las pausas. Leíamos El libro de la selva de Rudyard Kipling, sobre todo –una y otra vez por petición mía- volvíamos por el archifavorito cuento de Riki-tikki-tavi que me emocionaba siempre como si fuera la primera vez; me leyó los tres tomos de El Señor de los anillos, La saga de Las Fundaciones de Isaac Asimov (el párrafo final de Segunda Fundación me lo sé de memoria desde los ocho), leímos también el Conde de Montecristo y a Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. Yo le preguntaba a papá que si no había un libro donde el protagonista fuera Atos, que me caía muchísimo mejor que los otros dos y ni hablar de D’Artagnan, a lo que papá decía: “no, hijo, no que yo sepa… a menos que lo escriba Usted”. Y yo me quedaba pensando en que sí, cuando cumpliera doce o trece, por ahí, me sentaría a escribir una novela aún mejor que estas, donde Atos demostrara que era el mejor de todos los mosqueteros jamás.
Con cierta frecuencia el viejo depositaba en precario equilibrio al libro abierto sobre la curvatura de su barriga. Hacía una pausa más larga de lo común, se quedaba viendo por la ventana. Y entonces repetía un juego fascinante, siempre idéntico, siempre el mismo, un juego que se nos haría un ritual con el paso de los años:
“Mira, Josezno, fíjate en aquella estrella lejanísima que está por allá. Seguro que es un sol. Y seguro que ese sol tiene planetas alrededor. En el tercer planeta de ese sistema solar justo en este momento está un padre leyéndole un libro a su hijo. Seguro que hará una pausa, se pondrá el libro sobre la barriga y le dirá a su cachorro en una lengua extraña y hermosísima: mira, hijo, aquella estrella lejana que se ve allá por la ventana, seguro que es un sol y seguro que en un planeta de ese sistema solar habrá justo en este instante un padre leyéndole a su hijo un libro que, en una pausa, se pondrá sobre la barriga y mirarán por la ventana a una estrellita lejana…”
Nos reíamos. Y yo mentalmente le ponía una cara a ese padre y a ese hijo, le ajustaba el brillo exacto de ojos, el reflejo preciso de cada cabello ante la luz de sus lunas; entonces reanudaba la lectura el viejo. Pero dejaba esa perla flotando sobre nuestras cabezas y a mí se me entrelazaban las historias del Mulo, de Frodo, de Mowgli, con la historia de aquel padre y aquel hijo que leían al mismo tiempo que nosotros en un universo paralelo. Me juré que cuando yo fuera grande -después del libro de Atos-, escribiría yo los cuentos de ese otro espacio. Y escribiría, además, el libro fantástico que nuestros dobles interestelares estaban leyendo.
Algunos años más tarde, compartiendo una cerveza con papá en los chinos de La Boyera (yo iba por la tercera, mientras papá sorbía ya la octava, pues bebía a velocidad de vértigo sin rascarse) le comenté al viejo sobre mis intenciones de escribir esas historias de ciencia ficción. Y el viejo me respondió con una mentira hermosísima, que la llevo guardada en el cajoncito más entrañable de la memoria:
-Claro, chamo, yo sé que lo vas a escribir. Yo soy simplemente como el papá Picasso, un dibujante que le enseña a su hijo que el pintor va a ser él.
10 Comments:
Hijo: Esa " mentira hermosísima " se transformó enla más bella verdad, por lo menos para tu mamá engreída y para los nuestros.
Que maravilla Urriola,
nombras libros que yo lei de la biblioteca de mi padre cuando aùn yo ers un niño... El libro de la selva de Rudyard Kipling... Guauuu!!!!! La mangosta luchando contra la cobra, que hermoso recuerdo.. y el Tesoro de la juventud, creo que eran 20 tomos, uno mejor que el otro.
Un abrazo
Gracias.
lo admito, soy cursi y sentimental, veía La Fiera cuando estaba chiquita y es probable que la época navideña no ayude, pero había algo que no me dejaba leer y de pronto me di cuenta de que eran mis lágrimas. la tranca que se me hizo en la garganta fue digna de la autopista de prados. así que amigo escritor, todo esto para decirle que me conmovió profundamente su relato, la tabla hermosísima de los elementos se me quedó grabada en círculos azules y al papá de la barriga, la lectura y las estrellas, me dieron ganas de salir corriendo y abrazarlo. gracias.
Maestro, historias como éstas hacen que almorzar con Ud. sea un honor.
Gracias.
R.E:
José, qué belleza. Esa nostalgia tan triste y feliz al mismo tiempo, de tú papá y todas las claves que te diera para el descubrimiento de las cosas de la vida. Y la maravilla de transformarla en literatura y soltarla allí para que nosotros la vivamos y sintamos con la misma intensidad como si fuera de nosotros esta memoria, que como memoria es ficción, y como ficción, realidad.
!Guaoooo! José, me encantó tu crónica. Además, eres la primera persona que conozco que tiene "El Tesoro de la Juventud" -y si Carlos Zerpa, tiene 20 tomos en flamante verde inglés con letras doradas en el lomo- Lamentablemente, hace años cometí ese común error de prestar uno que nunca regresó, el Nº 13. Supersticiones aparte, lo extraño mucho sobre todo cuando cada vez que voy a buscarle algo a Alejandra, el índice nos manda al tomo 13. Curiosamente, allí están las constelaciones, esas que tu nombras...
José, haz sido "Sutil,tierno,meláncolico,romántico, sentimental, desesperadamente obtimista" simplemente nos transmites una mezcla de extraordinarios sentimientos a la vez. Un gran saludo.
Cuántos de nosotros hemos tenido vidas semejantes, pero al no comentarlas con nadie, allí se quedan, en ese tan nombrado baúl, en algunos casos depósitos enormes, de los recuerdos. Las referencias que se repiten, las lecturas paternas, los momentos de reflexión... y lo mejor, los momentos que en este momentos nosotros repetimos con nuestros hijos. Por eso es que cuando yo les leo a mis hijos me pregunto por qué carajo se me aguan los ojos... y es por los recuerdos.
Y lograste hacerlos conscientes.
Dado su evidente interés por la literatura, me permito enviarle mi link, en el cual encontrará una novela publicada On Line. http://omarmesones.blogspot.com/
Que sentido este relato, que hermosa lectura, me voy a la cama con el corazon hecho cuadritos y con unas ganas de llorar por lo libros que no me leyeron y los que no le he leido a mis hijos.
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