12.12.2006

Editorial en concreto (y con alicates)


Fue extraño, muy extraño. Los hermanos Chang se aparecieron una tarde por la gestoría. Sin parafernalias, sin rufianes, sin amenazas ni lentes oscuros, nos invitaron a tomar un café en la panadería de enfrente. Nosotros los seguimos en silencio y, luego de pedir el café, nos sentamos frente a ellos en una mesita. Se les veía melancólicos, como fumados de opio. Por cierto, fumaban largamente, y se quedaban viendo el humo, como quien visualiza recuerdos informes, espectros del pasado.

Entonces hablaron lentos, cansinos. Nos dijeron que estaban aburridos de la ligereza del papel burocrático, que necesitaban tirar un cable tierra. Pidieron algo más pesado, concreto, y acotaron que tenían enemigos que desaparecer y que debíamos facilitar su labor a través del negocio nuevo.

Nosotros pensamos en cuerpos sobre los que se podría vaciar un líquido espeso y perezoso, y unos pies metidos dentro de unos tobos rellenados con el mismo líquido, ya seco. Les propusimos una concretera. Ellos se vieron en silencio, y luego afirmaron con la cabeza.

Nos permitimos asomar una leve sonrisa de satisfacción, y otra vez hubo un largo mutismo. En eso, los hermanos Chang sacaron sendos alicates y los dejaron caer sobre la mesa. Nos sobresaltamos y nos preparamos para lo peor. ¿Qué habíamos hecho mal? ¿Por qué nos iban a torturar? ¿Y además en público? ¡Nada más feo que te torturen en público!

-Tenel cana –dijo uno.
-Cana tenel –dijo el otro.

Entonces alzaron los alicates y se fueron uno encima del otro. Pero no hubo forcejo, ni golpes, ni una horrible escena sangrienta. Con precisión milimétrica, los hermanos Chang cerraron sus alicates en un punto del espacio que parecía vacío, pero que si te fijabas bien, podías ver allí, una cana.

Ya saben, las canas no van a la par del resto de los pelos, las canas sobresalen, rebeldes, retadoras; y allí, en ese espacio aparte donde se ubicaban, allí, fueron atrapadas por los alicates de los hermanos Chang. Una por cada alicate, una por cada hermano.

Entonces, los chinos inenarrables, pegaron un grito de guerra y retiraron los alicates con violencia, arrancando las canas. Los pechos sobresaltados, los ojos desorbitados, cada hermano observaba la cana del otro en su respectivo alicate. Luego, alejando los instrumentos de sus cuerpos, abrieron las pinzas, y dejaron caer las canas. Acto seguido guardaron los alicates y, ya más calmados, nos miraron.

-Helmanos viejos –dijo uno de ellos.
-Helmanos tristes –dijo el otro.

Hubo otro silencio incómodo (para nosotros), y por fin habló uno:

-Hacel concletela bonita.
-Como pa´la navidá –completó el otro.

Se pusieron en pie, se alejaron, y nosotros nos quedamos allí, con la boca abierta, pensando cómo carajos íbamos a hacer para montar una concretera “bonita” que sirviera al mismo tiempo para liquidar a los enemigos de los Chang.

Al final, dimos con lo que hoy presentamos. Una concretera donde nuestros colaboradores nos han regalado las bases de lo que es su arte, su manera de ver el mundo. Esperemos que este humilde negocio le guste a los lectores, y a los hermanos Chang, que todavía andan por ahí, tristones por la navidad y por los años, arrancándose las canas con alicate.

Fedosy Santaella y José Urriola (mezcladores)

Lo que subyace como base de nuestra escritura poética: Pólux y Castor

Edda Armas


Las voces que nos susurran al oído por la noche, son la de los poetas que releemos con exacerbada pasión; la de los cineastas que nos han seducido con su maquinaria visual; la música convertida en esfera celestial para la iluminación de tu alma. Secretas afiliaciones. Se teje así ese tramado de sentidos y contrasentidos que arma la red, que da soporte y flexibilidad al quehacer del poeta que te habita. En poesía es tan válido sentir como entender, afirma Juarroz, y se hace credo, advertidos por Paz, de que la significación es cambiante y momentánea: brota del encuentro entre el poema y el lector. Márgenes entre los cuales se ancla nuestro desvelo, ya que el tiempo de la escritura es un tiempo espiral que se recicla, sin desperdicios, va y regresa en el sinfin, entretejiéndolo todo. Pero, hablo del tiempo como verdad que nos conforta, y que intentamos atrapar, con la premura de la hora y la intensidad del segundo. Así la poesía no es una máquina. Definitivamente no. Lo fuese si la escritura fuera el acto mecánico de la copia al calco, transcribiendo palabra por palabra, y de eso no se trata. Muy por el contrario, la poesía es un acto combinado de la psiquis y la captación sensorial, ya que la construcción del arte de la poesía utiliza todos los sentidos en plenitud de captación de la inteligencia humana. No es máquina, no. Más bien un espacio de saberes decantados por los sentidos y el ojo multifocal. Sólo a través de la filosa introspección, adrede y con el esfuerzo que exige, rastreamos premisas e imágenes en lo onírico y en lo real, para sondear aquello profundo dentro de uno. Así la memoria es un gran lente ojo de pez, un zoom poderoso para el re-conocimiento de los micromundos que has ido elaborando: esa gran construcción que superpone fragmentos y fragmentos, cada día de tu vida. Ganarle la partida a la vida con la poesía es la tarea que emprendes cada amanecer. ¿Se puede vivir sin poesía, pregunto al alba? A sabiendas de que cada día inicia un ciclo, una extensión a los deseos y sueños, y la posibilidad cierta de acercarnos a ellos. Amarra la palabra ese fulgor, esa nube que pasa sobre tu cabeza y la que tu mirada sigue atenta al cambiante rostro que lo intangible asume incesantemente. Al nadar las aguas profundas del tramado, en la búsqueda obsesiva de las bases de nuestra escritura, en letreros de neón aún encendidos: Las aventuras de Mr. J. Thaddeus Toad de Disney/ Amacord de Fellini / Muerte en Venecia de Visconti / Los olvidados de Buñuel / El bosque de abedules de Wadja [del cine] El gato con botas y El libro de las bestias (Colecc. Araluce) / Las aventuras de Pinocchio en edición ilustrada / El principito de Antoine de Saint- Exupéry / Matemática demente y Las niñas de Lewis Caroll / Poesía de Andrés Eloy Blanco / Los versos del capitán de Pablo Neruda / Doña Bárbara y Cantaclaro de Rómulo Gallegos / Poesía y Prosa de Vicente Huidobro / Hojas de Hierba de W.Whitman / Los cuentos de la Selva de Horacio Quiroga/ Poesía de Emily Dickinson / El barón rampante de Italo Calvino / Poesía surrealista / Las cuitas de Werther de Goethe / Los cuadernos del destierro y Falsas maniobras de Rafael Cadenas [los Libros] Valse Amarilis y otras piezas del merengue oriental en la bandola del cumanés Don Daniel Maiz / Concierto de Aranjuez y Concierto para un gentil hombre, en la guitarra de Alirio Díaz / La ópera Carmina Burana / El álbum blanco de los Beatles / Concierto para violín & cello en D major, op.77 de Johannes Brahms [en música] las épocas blancas y azul de Reverón / los Collages de Alejandro Otero / los ensamblajes de Elsa Gramcko / las reticularias de Gego / los experimentos de la cromosaturación y el color aditivo de Carlos Cruz Diez / los penetrables de Soto / los acrílicos de la exposición Imágenes, Rostro y Visión de Edgar Sánchez / la abstracción pura del color de Mark Rothko /las pinturas sucias de Arman / los desnudos ingenuos y los mundos de los muñequitos de Lourdes Armas y el mundo onírico-surrealista de Remedios Varo [en pintura]

Sobre el viento, las obligaciones, las piedras y el amor

Rodrigo Blanco Calderón


Siempre, en mi vida todo lo he hecho por obligación. Y también por amor. (La frase, originalmente, iba al revés. Primero el amor y luego la obligación. Pero, no sé por qué, al momento de escribirla me dieron ganas de vomitar así que preferí dejarla como está). Aunque, si tomamos en cuenta que el amor, a su manera, también es una obligación, una fuerza que lo descentra a uno y le hace cometer las más absurdas idioteces, caer en las más inoportunas parálisis de la voluntad, en los más cerrados de los silencios sólo interrumpidos por las palabras más torpes, entonces sí, habría que insistir en que he vivido bajo el imperio de la obligación.

El primer texto que escribí fue por mandato de la profesora de Castellano y Literatura cuando estaba en tercer año de bachillerato. En una clase leímos el “Credo” de Aquiles Nazoa y para la siguiente clase debíamos traer cada uno un credo, pergeñado por la propia pluma y las propias creencias. Por cierto, no confíe mucho el lector en la fluidez de la frase anterior. A pesar de la continuidad de las palabras, tuve que hacer una pausa invisible y buscar en Internet quién es el verdadero autor del “Credo”. Por una manía inexplicable y persistente, tiendo a atribuírselo a Andrés Eloy Blanco. No sé por qué pero siempre confundo a ambos autores y sus respectivas obras. Cada vez que escucho o leo el nombre de alguno de estos dos autores, mi mente configura el mismo conglomerado de rostros y versos imprecisos. Se forma un Aquiles Eloy Blanco, un Andrés Nazoa, y ha sido tanta la confusión a lo largo de tantos años, que ya ha alcanzado la categoría de creencia, de manera que si tuviera en mis manos aquel credo que escribí a los catorce o quince años le agregaría una certeza final: “Creo en el “Credo” de Aquiles Nazoa, que escribió Andrés Eloy Blanco”.

Pero volviendo a nuestro tema, lo cierto es que la profesora nos obligó a escribir un credo y así lo hice. El resultado sorprendió a todos: a mi madre, a la profesora, a mis compañeros, y, sobre todo, a mi mismo. De aquel catalogo ingenuo y fervoroso sólo recuerdo uno de sus puntos. Decía, creo, algo así: “Creo en la amistad, hermoso lago en cuyas aguas cristalinas me baño todos los días”. De aquella experiencia me quedó, más que el propio texto, la sorpresa de una dimensión de mi personalidad, intensa, ingenua, sincera, que no conocía.

La segunda experiencia de escritura, por su parte, me mostró una dimensión de mi personalidad que sí conocía pero que trataba de obviar. Aquellos primeros poemas escritos a los quince años, me demostraban y me recordaban que yo era un imbécil y que, como buen imbécil, estaba jodidamente enamorado de una muchacha que nunca, pero nunca, llegó a fijarse en mí. De aquel amor frustrado, quedaron esos primeros poemas, que con el paso del tiempo se transformaron ellos mismos, por razones de cursilería y grandilocuencia, en otro amor frustrado y olvidado: mi amor por la poesía. En este caso, fui yo quien la abandonó a ella, la olvidé lentamente, como una herida inocua que fue cicatrizando sin darme cuenta. Ahora que escribo estas líneas me doy cuenta de que la extraño, de que añoro el pequeño huracán que me embargaba cuando escribía un poema. Pero ya nada puedo hacer. La poesía es una amante que muy pocos merecen. Su amor es un pacto que la mayoría de los seres, avergonzados y atemorizados por abandonar la propia trivialidad, rechazan.

Pero volviendo a nuestro tema, lo cierto es que el amor que sentía por esa muchacha me obligó, para desahogarme, a escribir mis primeros poemas de amor. En este caso, no dejaba de sentirlo como una obligación, como una humillación y un acto de sinceridad que, en el fondo, nadie me pedía. Sin embargo, esta escritura tenía momentos de emoción pura. La alegría rebelde de transformar aquel mandato humillante del corazón en un placer. La escritura así concebida es una orden dulce. Una obligación placentera, una sumisión voluntaria, una domesticación masoquista del monstruo que habita en el que escribe mediante la técnica más agotadora (para el monstruo) y efectiva (para el que escribe): la total entrega y complacencia. Al contrario de lo afirmado por la sabiduría popular, creo que es en realidad la piedra la que con paciencia milenaria va desgastando al viento. La que le va sustrayendo, con su propia e imperceptible disminución, su puerto de llegada, el punto donde se desvía y se convierte verdaderamente, en ese pequeño giro, en viento.

Obligación y amor. La rutina y el desencanto nos confirman que podemos llegar a hacer el amor, en más de una ocasión, por pura obligación. La escritura, ese acto absurdo de interpretar y transcribir los dictados de una voz íntima y ajena, nos revela que existen obligaciones, mandatos surgidos del viento, que nosotros, con la paciencia y la persistencia de las piedras, cumplimos llevados por una obediente, gozosa en su obediencia, pasión.


Los culpables

Mireya Tabuas


Probablemente todo sea culpa de mi mamá, Trina, que me contaba cuentos inventados. Quizás lo único que he hecho toda mi vida es plagiarla. Quizás también es su culpa, por llevarme a los cementerios, por hablarme de la muerte tan cerquita, por ser una vasca que vivió la guerra civil –que la sufrió- y que creía en José Gregorio Hernández, por llevarme a Macuto todos los sábados y dejarme el mar para mí sola, sin miedo.

Probablemente sea culpa de mi papá, León Arturo, porque en todos sus cuentos yo era la protagonista, yo la reina, yo la durmiente, yo la príncipa valiente. Porque auguró un gran futuro para su niña nacida a sus 64 años. Quizás es su culpa por leer el periódico en mi casa todos los domingos mientras yo le pulía sus zapatos o le hacía arepas fritas de cualquier forma que no fuera redonda. Tal vez es el responsable por haberme regalado –por dos domingos consecutivos- los tomos II y III de El Idiota, sin haberme traído nunca el primer tomo. A lo mejor, es su culpa por hablarme todos los domingos de la muerte, para acostumbrarme a su avanzada edad. Quizás es su culpa, por morir, como presagió siempre, un día domingo, antes de venir a verme.

Probablemente es la culpa del espejo del escaparate del apartamentico de 27 metros cuadrados en el que vivía con mi mamá en Chacao. Allí nacían fantasmas, amigos imaginarios que me acompañaron en mis juegos y me asaltaron años después en letras.

Probablemente sea culpa de las primeras lecturas. De los cuentos de calleja, esos libros chiquiticos y maravillosos, con dibujos amarillentos y letras grises. Cuentos de ratones, de hadas, de cisnes y pastoras y princesas. O de Perdidos en el Espacio, mi programa de televisión favorito. O de los libros de los Cinco de Enid Blyton, que me hicieron cortarme el pelo, disimular feminidad, transformarme en varón y hacerme llamar Jorge, como la protagonista. Quizás allí nació mi propia escritura. Empezó con los diarios, a los 9 o 10 años, esos diarios donde contaba que no podía ser más varón artificial porque me gustaban los niños. Luego vino la ficción. No sé qué edad tendría, 11 o 12 años, cuando hice una novela que nunca terminé. Toda la aventura transcurría en un crucero, aunque yo no había ido a un crucero nunca. Quizás por esa época dije: cuando sea grande quiero ser escritora (y bióloga marina, y directora de cine, y actriz, y arqueóloga y todo eso –por eso quizás escritora, para ser todo eso-).

Probablemente la culpa sea de la menstruación tardía, no es fácil ser aún una niñita en segundo año de bachillerato, en un salón que rebasada copas 36.B.

Probablemente la culpa sea de Doreen, mi mejor amiga del colegio, que se inventaba cuentos de trillizas y me pedía adivinar a diario, cual de las tres hermanas era. O de mi amiga de la playa, Rebeca, que me animó a ponerme algodones en la parte de arriba del bikini para exhibir senos que por supuesto se desinflaron a la primera zambullida. O de mi ahijada, Anita, que me transformó en su particular Mary Poppins. O del primer novio, el primer beso nervioso en el patio del Centro Plaza.

Probablemente sea la culpa de María del Rosario, la profesora de Castellano de segundo año del colegio Emil Friedman, que nos enamoró a todos con Piedra de Mar, de Francisco Massiani. Allí también empezaron las primeras obras de teatro, los recitales, el Centro de Ciencias. Quizás es culpa de mis amigos del Centro de Ciencias –sobre todo de Francisco y de Alejandro-, artistas y científicos a la vez.

Probablemente haya sido la Universidad Central de Venezuela, las primeras prácticas de Castellano, ese muchacho que escribía tan bien; quizás la escuela de teatro, el mundo del arte dramático, mis primeras obras escritas, la primera premiada. O el taller de narrativa con Eduardo Liendo. Mi adoración por Julio Cortázar, por Jorge Luis Borges, por gran parte de la literatura latinoamericana. La pasión por el cine, tantas películas vistas y olvidadas, pero allí puestas, en alguna gaveta del inconsciente. Y también pueden ser culpables Serrat y Sabina, cada cual protagonizando una etapa musical de mi vida. Y tanto llorar, y tanto reírme y tanto inventar vainas.

Probablemente hayan sido culpables las primeras publicaciones. Y mi empeño en mantener mi novela inédita por años.

Probablemente haya sido culpable el periodismo. La vida allí tan cerca de mí para contarla. Las historias, la gente, más inverosímil que la invención.

Probablemente haya sido culpable mi reconciliación con la literatura venezolana.

Probablemente hayan sido culpables mis viajes por Venezuela y el exterior. Los viajes sola, los viajes acompañada. Especialmente el viaje a España. El reencuentro con todo lo que ha sellado mi madre. La marca de la sangre española -AB negativo-. Sus misterios.

Probablemente la culpa es de mis amigos, de mis amigas. De los que me ha dado la vida y de los que me ha dado la literatura también.

Probablemente sea culpa de mi timidez. De que nunca aprendí a bailar.

Probablemente la culpa es de mis monstruos, los de entonces, los de ahora, los de siempre.

Probablemente haya sido culpa de los amores, de los reales, de los ficticios, no sé cuáles más reales ni cuáles más ficticios. De los que se dieron y los que no se dieron. De los amores hermosos, de los terribles (qué peso tienen los amores terribles ¿no?). De los que se olvidaron, de los inolvidables, de los imposibles, de los que nacerán en algún momento. Quizás es culpa de Néstor, el hombre que compartió muchos años de mi vida y con quien tuve dos hijos, porque compartíamos también el arte, la reflexión y la palabra.

Probablemente la culpa es de mis hijos, mis amados hijos Alejandro y Mariana, que son mi verdadera (quizás única) obra.

Salvo mi responsabilidad

Todos ellos son los culpables, señor juez.

Por una mentira

José Urriola C.


Yo escribo porque no pude ser músico. Pintar me aburrió siempre mortalmente, aunque el dibujo fuera libre. Pero escribo, sobre todo, porque decidí creerme una mentira.

La casa en la que crecí estaba repleta de discos y libros. No recuerdo que hubiera específicamente libros para niños, pero sí estaban los cómics completos de Tintin, El Tesoro de la juventud, una biblioteca llena de literatura (libros de papá) y libros de ciencia (los de mamá). Yo saltaba de un cómic a los cuentos de Andersen, o a las Crónicas marcianas de Bradbury, y de allí a un catálogo ilustrado de elementos de la tabla periódica que era de una belleza insólita, me podía pasar horas jugando a reconocer un gas noble de otro sólo por el color, o al titanio del platino por el brillo metálico.

Todas las noches del mundo, antes de dormir, había una hora que llamábamos “la hora de la lectura”. Papá leía en voz alta, yo lo escuchaba tendido a su lado, bocarriba, viendo al techo o mirándolo a él. Leía con voz gruesa, moviendo el pecho y el abdomen con respiración pesada, haciendo un sonido ronco al tragar saliva en las pausas. Leíamos El libro de la selva de Rudyard Kipling, sobre todo –una y otra vez por petición mía- volvíamos por el archifavorito cuento de Riki-tikki-tavi que me emocionaba siempre como si fuera la primera vez; me leyó los tres tomos de El Señor de los anillos, La saga de Las Fundaciones de Isaac Asimov (el párrafo final de Segunda Fundación me lo sé de memoria desde los ocho), leímos también el Conde de Montecristo y a Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. Yo le preguntaba a papá que si no había un libro donde el protagonista fuera Atos, que me caía muchísimo mejor que los otros dos y ni hablar de D’Artagnan, a lo que papá decía: “no, hijo, no que yo sepa… a menos que lo escriba Usted”. Y yo me quedaba pensando en que sí, cuando cumpliera doce o trece, por ahí, me sentaría a escribir una novela aún mejor que estas, donde Atos demostrara que era el mejor de todos los mosqueteros jamás.

Con cierta frecuencia el viejo depositaba en precario equilibrio al libro abierto sobre la curvatura de su barriga. Hacía una pausa más larga de lo común, se quedaba viendo por la ventana. Y entonces repetía un juego fascinante, siempre idéntico, siempre el mismo, un juego que se nos haría un ritual con el paso de los años:

“Mira, Josezno, fíjate en aquella estrella lejanísima que está por allá. Seguro que es un sol. Y seguro que ese sol tiene planetas alrededor. En el tercer planeta de ese sistema solar justo en este momento está un padre leyéndole un libro a su hijo. Seguro que hará una pausa, se pondrá el libro sobre la barriga y le dirá a su cachorro en una lengua extraña y hermosísima: mira, hijo, aquella estrella lejana que se ve allá por la ventana, seguro que es un sol y seguro que en un planeta de ese sistema solar habrá justo en este instante un padre leyéndole a su hijo un libro que, en una pausa, se pondrá sobre la barriga y mirarán por la ventana a una estrellita lejana…”

Nos reíamos. Y yo mentalmente le ponía una cara a ese padre y a ese hijo, le ajustaba el brillo exacto de ojos, el reflejo preciso de cada cabello ante la luz de sus lunas; entonces reanudaba la lectura el viejo. Pero dejaba esa perla flotando sobre nuestras cabezas y a mí se me entrelazaban las historias del Mulo, de Frodo, de Mowgli, con la historia de aquel padre y aquel hijo que leían al mismo tiempo que nosotros en un universo paralelo. Me juré que cuando yo fuera grande -después del libro de Atos-, escribiría yo los cuentos de ese otro espacio. Y escribiría, además, el libro fantástico que nuestros dobles interestelares estaban leyendo.

Algunos años más tarde, compartiendo una cerveza con papá en los chinos de La Boyera (yo iba por la tercera, mientras papá sorbía ya la octava, pues bebía a velocidad de vértigo sin rascarse) le comenté al viejo sobre mis intenciones de escribir esas historias de ciencia ficción. Y el viejo me respondió con una mentira hermosísima, que la llevo guardada en el cajoncito más entrañable de la memoria:

-Claro, chamo, yo sé que lo vas a escribir. Yo soy simplemente como el papá Picasso, un dibujante que le enseña a su hijo que el pintor va a ser él.


Para ese entonces ya yo era ZappaZerpa

Carlos ZZ Zerpa


Mi papá Francisco de Jesús Zerpa, a quien toda la vida hemos llamado “Paco”, me cuenta que el día que yo nací, fue el mismo día del terremoto de Valencia, el 31 de Julio de 1950 (decretado recientemente como el día internacional del orgasmo femenino). Él me cuenta que toda la tierra temblaba y que las camas se salían de todos los cuartos de la clínica a causa del fuerte temblor, se salían vibrando por las puertas. En ese momento yo estaba naciendo por cesárea, ya que mi mamá, Carlota Esther Schwarzenberg de Zerpa, no pudo parirme naturalmente. Nací sin los traumas del nacimiento atravesando ese estrecho túnel que oprime y sofoca. Abrían entonces los doctores con un afilado bisturí, el vientre de mi madre cuando en ese momento se fue la luz, de repente se apagó la luz. En ese entonces no existían las plantas eléctricas auxiliares en las clínicas, así que tuvieron que alumbrar la operación quirúrgica con linternas de mano, con poca luz y por el movimiento a causa del terremoto la mano del Doctor también tembló. Por eso un bisturí penetró mas de lo que debía. A causa de la poca luz y del temblor de la tierra, cortó entonces de más la barriga de mi madre y un poco también mi cabeza. Fue esta mi primera herida con arma blanca, por eso tengo una cicatriz en donde se une mi frente con el pelo, ahí en mi cabeza, como recuerdo del día en que vine al mundo por cesárea, el mismo día del famoso terremoto de Valencia... (oyeee, nada que ver con Harry Potter!!!!).

Amo desde entonces las armas blancas porque estoy signado por ellas desde mi nacimiento y aun antes de mi nacimiento.

Nací en Valencia, Venezuela… soy de la provincia.

Mi padre tenía entonces una tienda por departamentos en donde se vendían ropas y artículos para damas, caballeros y niños, llamada “La Casa Lux”. Para mi era una fascinación estar dentro del depósito de la tienda, jugando con los maniquíes, los frasquitos de perfume y las cajas de zapatos… Esa era mi diversión favorita, el estar ahí y siempre mis padres me lo permitieron. El fetichismo de mi obra lógicamente viene de ahí, de ese tiempo único compartido al lado de los objetos de mi niñez.

Mi infancia fue feliz. Aunque yo era de por sí un niño triste y muy solitario, rodeado de cromos multicolores, de plastilina, de música popular, de suplementos y cómics (el Charrito de Oro, Memín Pinguín, Peter Pan, Superman, Shanok y Mickey Mouse), Con mis héroes: Tin Tan, Drácula, El Santo, el Enmascarado de Plata, la lucha libre, los Teen Tops, Los Hooligans, César Costa, Godzilla, Astroboy, los toreros Manolete y Cesar Girón, mis perros (Corasmín, Manchita, Marilyn) conejos, tortugas, mi querido loro “Lorenzo” y la radio, porque siempre la radio estaba encendida en la casa. Lo máximo eran los domingos, ir a la matinée a ver “al gato con botas”, a la playa en Boca de Aroa y escuchar el programa infantil “Cri Cri el grillito cantor”. Aún recuerdo las canciones del Ratón Vaquero y La Marcha de las Letras… Aún tengo memoria, de cuando en vivo canté para un auditórium en “Radio 810” acompañado de la guitarra del maestro Julio Centeno. Esa mañana en vez de cantar “Patito patito, color de café”, canté: “Agujetas de Color de Rosa” emulando a los Hooligans (yo tengo una novia que es un poco tonta, pero es mi gusto y yo la quiero mucho, no es muy bonita pero está reloca…)

Al cumplir los ocho años, dos regalos me trajo la vida: la democracia para mi patria y la llegada del televisor en blanco y negro a mi casa.

La ciudad con el tiempo y a pasos acelerados fue cambiando y lógicamente yo con ella. Desapareció el mercado popular (a donde iba con mi mamá Pepa a tomar jugos y batidos de ajonjolí y piña con leche) y llegaron los supermercados, las casas fueros substituidas por edificios y las calles por avenidas, se acabó “La Casa Lux” y llegó la gigantesca Sears, lógicamente para ese entonces, mi padre se dedicó a otros oficios.

Llegaron mis 18 años… Para ese entonces ya yo era ZappaZerpa

Todo mi trabajo artístico, rescata la memoria infantil y juvenil de esa Valencia del ayer y el amor que mis padres me inculcaron, junto la entereza y la fuerte lucha de ellos para insertarse en este mundo cambiante y competitivo sin decaer jamás… Ese legado consiste en que yo con mi trabajo, contribuya a que no desaparezca de la memoria de los pueblos ese mundo mágico de esos “Héroes y Villanos” de mi niñez y mi juventud temprana.

Llegó la motocicleta BSA 500cc, mi pelo largo bajaba hacia la espalda, aparecieron Los Beatles, los jeans desteñidos, el Karate, Timothy Leary, Frank Zappa, Bruce Lee, Jimmy Hendrix, The Doors, The Yardbirds, el Conde de Lautremont, el Marques de Sade, Herman Hesse y su Lobo estepario, Juan Salvador Gaviota, Grand Funk Railroad, Led Zeppelin, Frank Kafka, La Biblia, Jesús de Nazareth y los Rolling Stones.

En verdad soy un desadaptado ya que no me identifico con el común de los mortales del planeta Tierra y siempre me he sentido como un “Bicho Raro”, como un “Marciano” y bien diferente al común denominador, a la masa, a los grupos dirigentes, a la gente de la televisión, al mundo comercial, a los gringos y a los adoradores de los gringos… En verdad me siento como de “Otro Planeta” y que NO pertenezco a este lugar.

He tenido fuertes Estados Alterados de Conciencia
Bueno digamos que he entrado en cuerpo y alma a los Expedientes X.

He vivido muchas veces los llamados “Deja Vu”, al punto de saber que iba a suceder en pocos minutos en mi vida, tal cual como si fuese una película que veía por segunda vez.

He tenido algunas experiencias difíciles de explicar.

Una vez vi a un gato que iba caminando y de pronto explotó en llamas. Fue este un caso de autocombustión espontánea, sin dudas.

Muchas veces vi muertos, fantasmas y aparecidos, tal cual como en la película sexto sentido: “I SEE DEAD PEOPLE”… He sentido “presencias”.

He escuchado muchas voces del mas allá, me han hablado del mundo invisible, he escuchado voces, risas, cantos y música… pero generalmente soy yo quien les habla a los muertos y les pregunto en qué puedo ayudarlos, siempre me aterro pero lo hago.

También he tenido viajes astrales, me he desdoblado, he visto platillos voladores, he doblado tenedores con mi mente, he visto poltergaist y posesiones diabólicas y me he comunicado por telepatía.

¿Qué no he hecho aún?
Volar, levitar, ver marcianos o grises, hablar en lenguas, montarme en un ovni, vomitar fluido ectoplasmático, ver el aura, mover objetos con la mente, viajar en el túnel del tiempo, hacer sanaciones, tener regresiones, hacerme invisible, estar en dos lugares al mismo tiempo y materializar objetos….

Estas cosas no las he hecho, pero aun tengo mucha vida por delante.

Lamento no haber conocido en vida a Frank Zappa ni a Bruce Lee, nunca los fui a ver y esto no era un imposible… en verdad es imperdonable.

12.11.2006

Infancia literaria

Juan Zamora


Mi infancia literaria, discurrió entre los clásicos DC Comics y Marvel, las historietas del Llanero Solitario, Tamakún, Kalimán, El Enmascarado de Plata (o El Santo), las Historietas Western que dejaban tiradas mis primos ñangaras de la Universidad Central y las revistas Selecciones y Almanaque Mundial.

Me parece que las últimas publicaciones que mencioné, no eran precisamente las más populares entre el público infantil, pero yo las “devoraba”. Llegaba a la escuela contando historias y hablando de personajes y descubrimientos. Mis compañeritos me escuchaban y luego exclamaban “Tú, sí que sabes bastante...” Luego salíamos corriendo a la cantina para rematar el desayuno con un bocadillo de plátano o pulpa de tamarindo.

Mi adolescencia se topó con el Mío Cid, el Popol Vuh, La Ilíada, La Odisea y la Metamorfosis de Kafka. No soy antinacionalista, todo lo contrario, pero no sé por qué Gallegos y De la Parra, no me impresionaron tanto. Andrés Bello y su silva a la agricultura, no me produjo calor ni frío. Recién tengo como tarea, reencontrarme con toda esa gente, comenzando por Miguel Otero Silva.

Tiempo después comencé a leer con más interés. Ahora leo de todo.

¿Escribir? Como a los doce o trece años. Una novela policíaca, que comenzaba con el hallazgo de un cadáver en la playa, fue mi primer intento. Había un especial esmero en la descripción del cuerpo mutilado (no preguntes, imagino que son cosas de muchachos...) Lamento haber perdido aquellas hojas.

Más temprano, en la escuela, si no estaba disertando acerca de Hitler, Hércules, Heródes, Jesús, Páez, Bolívar, etc., andaba entonces inventando historias de marcianos, monstruos, fantasmas y hermanos imaginarios que conocían las Artes Ninjas o eran militares en misiones secretas fuera del país. Por eso el comentario, de que tu libro “El Elefante”, me transportó a mi infancia.

Después vino “Corina”, una libreta de notas con nombre y todo (pinté ojos, nariz y boca en la carátula). En ella, más que escritos, lo que recogía eran pensamientos. Palabras de filósofos, científicos, poetas, escritores, músicos, gente de la calle, taxistas, borrachos, etc., etc., etc. ¡Claro! Y uno que otro extracto de mis propias vivencias.

Ya adulto y trabajando, me conecté nuevamente con el viejo sueño de ser escritor. Fue así como comencé a redactar informes, y emulando al fiscal Félix Chacaltana Saldivar (Abril Rojo), me esforcé en poner mis mejores letras en cada uno de ellos.

Algunos informes, terminaron siendo sendas crónicas de hechos acontecidos en la oficina, lo que originó su “engavetamiento”. Pero por supuesto, si sólo habían pedido una pequeña explicación acerca de un determinado procedimiento.

Luego me dio por escribir “loqueteras”, sólo para divertir a un grupo de amigos. Hasta que vino la Internet y me brindó la oportunidad de participar en algunos foros y enviar textos a medios impresos.

En una oportunidad, Ana Black publicó algo que le envié, pero olvidaron colocar los créditos. Por supuesto se disculpó y le atribuyó el error a un “duende de esos que andan por allí”, pero no importa; fue agradable ver mi trabajo en la sección de humor del periódico “El Mundo”.

Finalmente conseguí mi “concretera”, se llama “Concretera Hermanos Chang”.

Bróder Fedosy, creo que usted ya comenzó con lo que le pide el señor Echeto:

“... Ahora hay que comenzar a pillar cuál será la "concretera" que le crearemos a los que vienen detrás que nosotros.”

Re-flexiones de un lector daltónico

Fedosy Santaella


El color del armario
Decía Italo Calvino que los clásicos son esos libros de los cuales se dice: “Estoy releyendo” y nunca “estoy leyendo”. Puede ser cierto, pero no es una verdad total. Para mí, un clásico es el que está en la biblioteca de tu casa antes de que nacieras, un ejemplar que consigues en el kiosco más cercano, y un libro muy barato. Porque los clásicos suelen ser libros baratos, y menos mal. Ah, un clásico también es una de tus primeras lecturas, de esas que tienen el color de un armario secreto, de una puerta que se abre a otra parte, a un campo abierto, con molinos al fondo.

Escritores amarillos
Hoy quiero hablarte de alguno de esos libros. No de todos, porque uno siempre se debe guardar algo.

Empecemos por los cuentos completos de Edgar Allan Poe, que llegaron a mis manos gracias a mis padres y al catálogo del Círculo de Lectores. Par de libracos buenos, económicos, amarillos y traducidos por Julio Cortázar.

Desde entonces, Edgar Allan Poe es amarillo, y Cortázar, algo así como su heredero, como si se apellidara Julio Edgar Cortázar Poe.

A Poe siempre vuelvo. Lo “releo”. Con Cortázar hoy siento una especie de amor-odio que no sé explicar. Lo percibo a ratos sensiblero, facilón. Entiendo que es una sensación injusta, y estoy al tanto que si vuelvo a leer La isla al mediodía, o Casa Tomada, recibiré una cachetada fenomenal de parte de uno de los más grandes maestros del cuento. A este distanciamiento contribuye tanta estupidez que se ha tejido en torno a la barba, la estatura y la cara de muchacho perdido del autor; toda esa parafernalia bohemia que los mediocres de pasillo le han adherido como un barro sucio y feo.

En fin, así estoy ahora con Cortázar, qué se le hace. Permíteme estos insensatos comentarios bajo la luz íntima de una conversación entre amigos. Creo que por el motivo antes expuesto, tengo años que no lo releo. Pero sí lo considero un clásico.

La negra portentosa y el ángel naranja
Ya te comenté mi creencia de que un clásico es aquel libro que uno lee de adolescente y nunca más lo olvida. Quizás en ese instante no sabes que estás leyendo una gran obra. ¿Y qué importa? Tampoco importa mucho si realmente es importante, o que aparezca en los 1001 libros que hay que leer. Si ese libro te marca, será “tu” clásico. Así de sencillo.

Lo digo por si acaso, pero dudo que sea el asunto de otro de los libros que me marcaron: Demián, de Hermann Hesse. Tengo la sospecha de que esa novela ha sido valiosa para muchos jóvenes, así como Siddhartha y el Lobo Estepario. De los tres, tengo un claro recuerdo de Siddhartha. En cambio, la historia de Emil Sinclair y Max Demián es para mí, hoy día, todo un enigma. De ella sólo tengo vagas sensaciones e imágenes tamizadas por el tiempo.

Me recuerdo leyendo Demián en mi cuarto, la puerta cerrada, el aire acondicionado encendido. Eran años difíciles. Había guerra, es decir, yo estaba en guerra contra mí mismo y contra el mundo, y quería ser diferente, único, supremo. Nada más conveniente que aquel joven poderoso, indescifrable, que tenía la marca de Caín en la frente, y una madre que se me antojaba divina, seductora, deseable.

Max Demián hablaba de Abraxas, o eso creo rescatar de mi memoria, y justamente en aquella época llegó a mis manos un disco de Santana que portaba el mismo nombre del oscuro dios.

Su carátula resultó un disparador de hormonas y de grandores. ¿No iba a serlo? ¿La has visto? Ahí puedes ver a una negra exuberante, con unas tetas portentosas y las piernas entreabiertas, tumbada en éxtasis sobre un mueble impreciso de tantas telas exóticas que lo cubren. Junto a ella, sobrevolándola, una mujer ángel, anaranjada, calva, toda tatuada, de cuerpo atlético y tetas durísimas, cabalga una tumbadora.

Aquello era demasiado para mí. Si me conozco bien, seguro mis manos mataron la inquietud onanista que me azotaba viendo aquel cuadro sublime, mientras al fondo sonaba Black Magic Woman/Gipsy Queen; y a mi lado, el Demián abierto, desalojado en el coitus interruptus de mi lectura. Quizás entonces la negra, la mujer ángel, la madre de Max Demián y todas las carajitas del universo eran una misma mujer prototípica entre mis dedos.

No recuerdo mayor cosa del libro de Hesse, y tampoco creo que alguna vez lo “relea”. No necesito hacerlo. Lo realmente valioso de la novela es la sensación que me dejó, esa imagen del despertar del espíritu, esos ojos que se abren ante la inmensidad de un mundo que no es el que está afuera. No quiero perder esa impresión. Así que en este caso, te estoy hablando de un clásico que nunca releeré, a pesar de Calvino.

El cuento azul
Cada vez que escribo estoy siguiendo las huellas de esos maestros. De Poe, Cortázar, Hesse y otros tantos. Los sigo en esa necesidad de huir para rescatar y rescatarme. Quizá por tal razón ahora me viene a la mente no un libro, sino un cuento: El cuento ficticio, de Julio Garmendia.

El día que leí ese cuento (un sublime pasquín), dejé de estar solo en el mundo, en mi mundo, y comprendí que lo que a mí me gustaba, que lo que yo escribía estaba bien, y no tenía por qué no estarlo.

A pesar de ello, con los años no he parado de cuestionarme. Y es que muchas veces he pensado que equivoco el rumbo, que debo escribir más bien de esta manera o de otra, que a lo mejor así me gano un premio… qué sé yo cuánta tontería. Incluso he puesto bajo tela de juicio mis lecturas, y me he comprado o he estado a punto de comprar libros que sé tediosos e interminables.

Hoy no me avergüenzo, no me arredro al decir, por ejemplo, que he disfrutado la lectura de Stephen King, otro gran maestro que influye sobre mi escritura. A él sí lo he releído. Carrie, El Resplandor, Cujo, Verano de Corrupción y todos sus cuentos, sus fenomenales cuentos, no dejan de darme vueltas siempre que escribo.

Daltónico absoluto
Desde mis letras, desde mi conformación como ser humano, quiebro una lanza por la fantasía, por el miedo, por el suspenso, por el humor, por los cuentos para niños y por las historias que entretienen. Daltónico absoluto de la literatura, eso soy. Daltónico de la existencia, también.

No sé los demás, pero yo vuelvo a algunas imágenes siempre que intento persistir a pesar de la caja fuerte de la realidad que me cae encima a cada paso que doy. Para levantar el pesado baúl, para seguir, tengo algunas estampas fundamentales. Ésta es una de ellas: Tres primos a la orilla de una playa vacía, una isla al frente, y mi papá mirándonos recostado del carro, descalzo, los pantalones arremangados, sonriente, regocijado. Yo nací cerca del mar, y ese es un hecho, una mantilla mágica, que te hace continuar.

Tengo también un elefante de latón, una casa antigua, una calle empedrada, y a mi viejo leyendo sobre un sofá, un fin de semana.

Intento atravesar ese puente siempre que puedo, a pesar de que a veces pareciera romperse con el peso de las mil cajas de seguridad, y de que sus semáforos de vez en cuando se ponen en rojo. Pero yo los veo verdes, y sigo, y ahí voy.

Divagación de la escritura o Primero fueron las vocales

Kira Kariakin

(The Creatix - Mark Ryden)


Primero fueron las vocales. Luego me enseñan una m, la cual combinada con las letras a, e, i, forma las sílabas ma, me, mi, y con ellas decir en fantástica combinación mi mamá me mima. Miro el sonido de esa frase en un papel donde se encuentran las letras combinadas. Tengo unos 3 años en ese momento y aún siento las letras saltando del silabario a mis ojos enlazándose, gracias a alguna misteriosa alquimia, en palabras.

El silabario fue mi primer libro querido. Mi mamá me mima, mi mamá me ama, mi papá me mima, mi papá me ama, son las frases que leí primero y las cuáles por ese contenido amoroso tan fundamental para una niña, casi un bebé aún, me encadenaron por siempre a esos garabatos en negro que compendiaban de forma contundente mi universo de entonces. Ese amor contenido en frases tan pequeñas disparó mi romance con el lenguaje.

Las palabras cobraron dimensión para mí. Al leer, liberaba al mundo encapsulado en ellas y así saltaban fuera de las páginas para rodearme y [re]construir lo que ya conocía. Desde ese entonces, leer es una experiencia topográfica, si cabe este término, para definir mi relación con la lectura. Porque esa alquimia de las letras levanta volúmenes, revela curvaturas, recovecos, aristas, abre o cierra espacios que uno explora, con sólo palabras.

Los progresos con el silabario y la revelación de las cosas en derredor me hicieron saltar sin demora a los cuentos infantiles y pasar a la experiencia de ver otros universos crearse ante mis ojos, sólo para mí, en una exclusiva de momentos de prodigio que no cesan de maravillarme.

De allí, pasé a los clásicos de la nutrida biblioteca de la casa que se convirtió en una galaxia misteriosa y monumental. Y la exploración de cada tomo no sólo me llevó a reconocer y [re]nombrar al mundo sino que me conminó a la mirada íntima. Así llegué a poner palabras en una suerte de diario cuando niña. Desde entonces me he tejido y desbaratado una y otra vez escribiendo en cuadernos que guardo en el desorden de mi Babel personal. Cada vez que la pluma rasga la hoja, otorgo esa dimensión volumétrica a pensamientos, emoción o sensaciones que como en una merengada se juntan en el continuo de mi vida. Pero no es un proceso totalizador sino más bien fragmentador, porque lo revelado son destellos fugaces, atisbos de mí jugando a vivir en la ficción y la metáfora de mí misma.

Y claro, luego está la tentación suprema de la creación. Ser Dios[a]. El supremo mago todopoderoso. Y decir, hágase esta historia, y ver que la historia fue hecha y que es buena. Hágase este poema, este cuento, este artículo, la crónica y quizás algún día la novela. Y ver que todos son hechos y en alguna medida buenos, en un génesis interminable. Delante del computador o con el lápiz en mano recreo como con un lego o los cubos de madera o los creyones de cera de la infancia “eso” que sólo existe dentro de mí. Cada palabra un cubo con facetas, y a mi voluntad juntarla con otras para nombrar, decir, contar. Y así, ¡magia! ¡Hice magia! ¡Hago magia! Y tengo un mundo, en una página o muchas, pero lo tengo.

¿Y qué de la audiencia? Difícil pregunta. Porque el escritor es mago, pero el lector también. Y a veces desprenderse de los conjuros personales es difícil y atemoriza. Es un pedacito de uno que se regala. Una pista. Habemos unos menos proclives que otros a soltar esas pistas. A dar claves para una topografía personal. A permitir el juego de la creación a partir de nuestros fragmentos.

Discurso de aceptación de un pasaporte

Enrique Enriquez


¿Quiénes nos mueven verdaderamente el piso? ¿Quiénes son nuestros cimientos? ¿Cuándo y cómo los recordamos? La lista de agradecimientos que leerán a continuación, constituyó hace poco mi discurso de aceptación de mi nuevo pasaporte venezolano, tras cuatro años de intentar renovarlo legalmente, sin resultados. Mi pasaporte anterior pasó por varios ciclos de dry cleaning, lluvia, viento, agua, y tres renovaciones; y me enseño que la frase "no hay material" puede abrirte las puertas de cualquier país si la pronuncias encogiendo los hombros mientras muestras un pasaporte roído. El día que finalmente me dieron un pasaporte nuevo, la emoción fue tal que de inmediato tomé el pasaporte en mis manos y solté el discurso que tenía preparado para el día en que me ganase el Oscar.

Como no estoy haciendo nada para ganarme un Oscar, decidí salir de ese discurso en el consulado general de Venezuela; y para sacarle aún más el jugo, aquí se los coloco; pero antes, quiero enviarle un mensaje a los "inteligentes", esos que creen que pueden mejorar lo que no pueden hacer, y que siempre llegan al final de los procesos creativos, a decirte "te faltó esto", "te faltó aquello", o mi favorito en el top ten del enanismo moral: "te falta algo que no te sé decir". Los "inteligentes" siempre le echan a uno encima las influencias, como quien lapida a un pecador. Para mi, las influencias no son tejas que uno debe rodar para salir a la luz, sino escalones sobre los que uno se monta para alcanzar las metas. El objetivo final será el de convertirse uno mismo en escalón, para que, llegado el tiempo, otro se edifique encima. Es mezquino pensar que uno no le debe nada a nadie, y mediocre sugerir que alguien deba sentirse abochornado por esas deudas.

Estas son las mías:

- A mi papá, primero que nada y que nadie, le debo haberme enseñado lo que es la santidad ciudadana.

- A mi mamá y mis cuatro abuelos, porque recordarlos me hace invencible.

- A Oskar Kokoschka le debo el haber descubierto la Luz del Espíritu.

- A Emil Nolde le debo el saber que el instinto es diez veces más importante que el conocimiento.

- A Egon Schiele le debo el saber que las naranjas sirven para dar luz, cuando la que tiene hambre es el alma.

- A Harpo Marx le debo el saber cómo hablar sin palabras.

- A Groucho Marx le debo el saber cómo decir el resto de las cosas.

- A Walt Disney le debo el saber que la lógica jamás debe interponerse en el camino de una buena historia.

- A Juan Félix Sánchez le debo el saber escuchar a las piedras.

- A Alejandro Reverón le debo el saber que, cuando la realidad te defrauda, se debe crear otro universo.

- A Tex Avery, quien me enseño que para lo que hay que ver con un ojo basta.

- A Carlos Zerpa, por ser Carlos Zerpa.

- A Joseph Beuys, quien me enseñó que lo más vital de las galerías de arte son las liebres muertas.

- A Franceso Clemente le debo el saber que no importa lo que una ciudad te da, sino lo que recibe de ti.

- A Punx, quien me enseñó que magia es lo que pasa antes y después del truco.

- A Carl Herron, A.K.A. Brother Shadow, le debo el saber que se puede sobrevivir con sólo un buen cuento en el bolsillo.

- A Millard Longman, Kenton Knepper y Richard Busch les debo el saber que la magia no nos hace sobrenaturales, sino soberanamente humanos.

- A Milton Erickson, que me enseñó a tratar con las personas, una a la vez.

- Al Gran Henry le debo una inspiración temprana, y una amistad que me enorgullece.

- A Alejandro Jodorowsky le debo el secreto tras la verdadera magia.

- A Roberto Echeto, quien me enseñó que en mi esquina hay siempre alguien dispuesto a cortarme el párpado en vez de tirar la toalla.


Del consulado me fui pasaporte en mano. De ustedes me despido dejándoles algo en que pensar:

¿Cuánta gente conocen que pueda hacer estallar un objeto en llamas con tan solo mirarlo?

No mucha, ¿cierto?

¿No les parece una lástima?

Abrazos,

Enrique Enriquez

Yo, el antihéroe que suscribo

Javier Miranda Luque




“Seamos perezosos en todo,
menos en amar y en ser perezosos”
(Paul Lafargue)



Para mí, los héroes son un bostezo sostenido que me acalambra la mandíbula. Desde siempre he optado por los antihéroes, los perezosos, los quietos y, ¿por que no, pues?, los canallas de ficción. Resulta, además (y esto lo he venido a descubrir recientemente), que yo siempre he sido un vanguardista preclaro de lo que ahora se denomina “slow life". O sea, que nunca me he anotado en la carrera de ratas y que prefiero la vida contemplativa que te conduce al pelabolismo, sí, pero a la placidez, también.

Me relataba mi madre que cuando nací, en vez de escupir el proverbial alarido lacrimógeno que ensayan los bebés para estrenar sus pulmones y hacerse oír, pues yo, simplemente, bostecé una y otra vez. Siempre he sido un ecologista que he ahorrado energía intentando encaminarme hacia el mínimo esfuerzo en todas mis acciones y desplazamientos. Como ya sospecharán he evitado el deporte a toda costa, falsificando certificados médicos en primaria y bachillerato que me eximían de sudar como un cerdo recalentado por las inclemencias de tanto trópico.

Si hasta en mis lecturas he prescindido de aventuras que puedan fatigarme. Julio Verne, ni de vaina. La Odisea, bien lejos. Lo mío es Calderón de La Barca susurrándome desde sus páginas que “la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Y, claro está, el dios Oníricus es la máxima deidad de mi politeísmo, seguido de Eros (por la horizontalidad que predomina en sus predios). Hemingway es una ladilla con sus bravuconadas de guerra y matanzas de animales. Mis libros de cabecera son aquellos donde no pasa nada y el narrador-protagonista despereza su viaje interior. ¿Por ejemplo, me increpan? Las novelas “Éxito” y “Dinero” de Martin Amis.

Y es obvio que a esto de la escribidera accedí porque se podía hacer sentado, sin tener que cargar nada y con la posibilidad de que apenas se me cansen los ojos y los dedos. La antología de mi flojera llega a tanto que, tras escribir estos cuatro párrafos iniciales, voy a recortar y pegar a continuación cierta añeja crónica que he reciclado ene cantidad de veces sobre el mismo tópico. Aquí la tienen y, si recuerdan haberla leído, háganse la vista gorda, sorda:

Una pequeña publicación cuya portada exhibe sin decoro alguno a un individuo reposando en un chinchorro (se supone que sea el mismo autor), bajo el sugerente título de "El libro de los no corredores", marcó mi vida para siempre, sintiéndome partícipe, por primera y única vez en mi existencia, de un privilegiado club de semejantes, socios del ocio, cofradía perezosa y secreta.

Fue en ese preciso y precioso momento que descubrí y definí mi vocación, mi misión vital y mi karma: permanecer libre y ocioso, feliz y desempleado, sin oficio, amoroso y altivo, como esa soberbia criatura emblemática que es la pereza de la Plaza Bolívar o, si prefieren, como el negrito del batey quien canta, encantado, que el trabajo es su enemigo y pretende entonces, como reza la máxima popular, "vivir de los padres hasta que se pueda vivir de los hijos", cosa cada vez más difícil y meritoria, dados los tiempos que corren, cuando hay que correr y hasta encaramarse para poder vivir uno y mantener a padres, cónyuges, hijos y representantes, cargas impositivas mediante.

Los postulados del libro, excepcionalmente lúcidos y preclaros, alertan sobre lo absolutamente innecesario y hasta nocivo que resulta todo ejercicio físico, además del riesgo seguro -clínicamente comprobado- de desfallecer ante el esfuerzo. Se contemplan, obviamente, como en toda buena regla que se precie de serlo, unas cuantas excepciones que, inusualmente, dado mi entusiasmo en el tema, me tomo el tedioso trabajo de exponer. A ver, pues, su atención por favor, que esto no tiene "replay", como quien dice:

Respirar, pero, sobretodo, no olvidarse de hacerlo; masticar; tragar; cerrar y abrir los ojos; desplazarse parsimoniosamente (herencia invalorable de los persas, quienes lo hacían únicamente sobre gruesas alfombras, buscando aminorar el impacto de sus pasos, cual visionaria anticipación -hace siglos- de la ingeniería ergonómica que, como concepto teórico, comenzó a manejarse hace apenas treinta años); presionar levemente los botones del control remoto, del celular o, en su defecto, del teléfono inalámbrico, cuidándonos de no provocar trauma de digitalización alguno o acalambrarnos las articulaciones de los dedos, particularmente el pulgar y el índice, cuando manipulamos cualquier teclado, así sea el de la agenda electrónica o el del telecajero; bostezar sin abrir demasiado la boca; extraer de la cartera nuestras tarjetas de crédito; hacer el amor a discreción del dúo ejecutor (y aquí me voy de ilustrado, citando a un ocioso europeo mentado Thor Elau, quien lo único memorable que dijo fue: "reposeros del mundo.(h)un(d)íos en el colchón de vuestros sueños").

Páginas de ese calibre me dispararon a otras, tanto o más explosivas como, por ejemplo, las de "Elogio del ocio", del escandaloso filósofo británico Bertrand Russell, quien establece una curiosa relación entre el exceso de trabajo y la proliferación de las guerras (así, el stress contemporáneo desencadenaría enfrentamientos del tipo "tormenta del desierto", mientras que el desempleo generaría, a la larga, caracteres pacíficos, ¿por el hambre?, en una suerte de pensamiento sociopolítico que mezclaría, en una licuadora, a Ghandi con Caldera). El resultado de tal mezcla filosófica podría compararse a un coctel molotov, hecho de curry y alcohol isopropílico, tanto peor que los utilizados por los encapuchados uceversitarios.

Tras sobreponerme a la fatiga visual y mental que me aquejaba, me aproximé con cautela a un auténtico tratado, un clásico, una verdadera biblia para iniciados, "El derecho a la pereza", de Paul Lafargue, yerno de Carlitos Marx para más señas y compatriota, cosa curiosa, de los Castro (Fidel y Orlando). Este escritor cubano-francés que machucaba ambas lenguas con los acentos cambiados (vaya, que el idioma cubano lo pronunciaba afrancesado y viceversa), decidió un buen día quitarse la vida, así, sin más ni menos, por las buenas, sentado en una mecedora de jardín junto a su esposa Paula, al aire libre (a su aire, como dirían los españoles), en plena campiña francesa.

Simplemente estaba aburrido, dicen que dijo, y no tenía serias intenciones de esforzarse en entretenerse. Cuentan las malas lenguas que a partir de este hecho, en el que Lafargue arrastró por pura inercia a su esposa, su suegro marxiano, el propio ideólogo de "El Capital", comenzó a formular sus teorías acerca de las contradicciones dialécticas y de la lucha de clases.

Tiempo después, sin demasiado esfuerzo, yo mismo me dediqué a ensalzar los jugosos beneficios, virtudes diferenciales y valores agregados del ocio y la pereza, a través de un programa radial denominado "El ocio es nuestro negocio", que dejé de transmitir por pura flojera de levantarme los sábados en la mañana a perifonearlo. Mientras duró, esta guía del tiempo libre contó con toda una legión de oyentes ociosos que, desde sus respectivas camas o sitios de reposo, seguían -entre bostezos- el programa. A veces, en muy escasas ocasiones, algunos radioescuchas se dignaban telefonear para sugerir acortar la duración del espacio, ya que el sueño los vencía durante la emisión del mismo, no logrando, nunca, oírlo de cabo a rabo.

Y, por insólito que parezca, hasta tenía mis patrocinantes que pagaban y renovaban, religiosamente, sus contratos publicitarios. La versión televisiva del programa no me permitieron realizarla, ya que se negaron a sacarme al aire en pijama, en vivo y directo, vía micro-ondas, desde la comodidad de mi propia cama. Desde entonces vivo en paro forzoso, según lo estipula la ley del trabajo, sin disfrutar realmente de las "vacaciones", pues debo reconocer que este concepto de disfrute del tiempo libre se pierde y se desvirtúa cuando todo el tiempo se pasa ocioso y sin negocio.

Pero así y todo, sin que me quede nada por dentro, me declaro y me asumo como un ocioso militante, perezoso de pura raza, flojo convicto y confeso, culpable de cuanto pecado mortal se me atraviese por delante (siempre en exceso, jamás por omisión) y en verdad, en verdad les digo que desde que vi la película "Seven" (donde un fanático enloquecido se encargaba de castigar hasta la muerte a los practicantes de cada pecado capital y silvestre), vivo algo inquieto ante la perspectiva de que algún demente suelto, de esos que tanto abundan entre nosotros, se le ocurra ponerse a imitar al asesino gringo en cuestión y yo aparezca, entonces, encabezando la lista negra del verdugo cabeza caliente, por ocioso, perezoso, goloso, lujurioso...y concluyo, porque, a estas alturas, ya estoy extenuado.

http://javiermirandaluque.blogspot.com


Funda(mental)ismos

José Javier Rojas


Leer es un acto de amor, porque para poder leer hay voluntad, interés, atención, dedicación, sacrificio, intimidad y a veces pasión, disfrute y satisfacción. Los libros son más leales que la mayoría de las personas, porque casi siempre están ahí cuando los necesitas y te responden, aunque no te correspondan. Los libros también se van, y casi nunca regresan, pero siempre van contigo, porque se notan en ti, sobre todo cuando no han estado contigo. Los libros sirven para todo, menos para ser feliz, para eso está la vida, aunque la vida con libros siempre es más vital que la vida sin ellos. Los libros son caros, porque son inapreciables, y su valor es subjetivo, porque depende de los libros que hayamos leído antes y de los que leeremos después. Podemos pasar las páginas y volver a ellas, o pasarlas sin mirar atrás, como sea, nunca seremos los mismos que cuando empezamos a leerlas. Las personas, como las páginas de los libros, son hojas en nuestro libro de vida.

MAMÁ
Mimamámemima, amoamimamá. Mi mamá me enseñó a leer y todas las campañas de amor a la lectura y alfabetización son redundantes o superfluas, dependiendo si nos enseñó a leer o no nuestra madre. Yo soy yo, lector por mi mamá. Freud no me jodas más.

EL ABUELO
Pelo blanco, ojos azules como el cielo y nariz redonda como un payaso, lector de novelas "pulp" del Salvaje Oeste, Beto El Recluta y Últimas Noticias. Siempre severo y con razón, el amor del abuelo me dio a Julio Verne y a mi primera colección de libros, la de Nuevo Auriga. Aunque el niño que fui jamás lo supo agradecer, el adulto que trato de ser jamás terminará de agradecerle.

PAPÁ
El diario a diario, sobre todo los domingos y en la hamaca Los Crímenes más Sonados. El ejemplar de Selecciones cada mes, y la National Geographic cada vez que fuera posible, pero en inglés. Alvin Toffler y todos esos libros de gerencia, para papá la lectura era utilitaria porque era una herramienta en su trabajo, pero a pesar de su rigor, también disfrutaba del gusto por el puro gusto.

LA ABUELA
Alcahueta de todas mis malcriadeces, sin saberlo me dejó leer a Edgar Allan Poe a los ocho años, y hacerme aficionado a las colecciones de Bruguera gracias a la librería que quedaba cruzando la calle, en aquella época cuando la librería siempre quedaba cruzando la calle, porque había librerías, había calles y se podían cruzar. Kalimán, El Santo, El Hombre Nuclear, todo el universo de Marvel y DC Comics llegó a mis manos por su mecenazgo manirroto.

JOAQUÍN
Mi único librero de confianza. Le preguntaba a Joaquín qué me leo, e iba y lo compraba sin chistar. Gracias a este gigantón amable con acento español, James Clavell y toda su saga oriental pasó ante mis ojos, también el Shibumi de Trevanian y el libro más caro que había visto en mi vida y todavía conservo como un lujo: Las obras completas de Andrés Eloy Blanco en papel de Biblia, una fortuna de 120 bolívares de antes de la devaluación, toda una extravagancia. Como la confianza da asco, precisamente a Joaquín le robé un par de Playboys españolas, que en pleno destape postfranquista, eran no tanto unas revistas como unos pasaportes a anhelados mundos desconocidos para un pre-adolescente calenturiento.

CARMELO
Por los días de la librería de Joaquín, el pre-adolescente que corría bicicleta y subía cerros y tiraba piedras en plan Tom Sawyer, disfrutaba de una particular carrera armamentista con su amigo Carmelo: construíamos aviones a escala cada vez con mayor esmero y detalle, refinando nuestras técnicas de ensamblaje. El pasatiempo pasaba por investigar y saber con precisión enciclopédica todos los datos que fueran posibles sobre la historia de la aviación, particularmente la parte correspondiente a la Segunda Guerra Mundial. La biografía de Erwin Rommel, escrita por Desmond Young, me volvió toda una autoridad en el tema de los Afrika Korps.

RAÚL ALEXANDER
El peor tiempo de un amante de la lectura es paradójicamente, la universidad. Lo más parecido a la prostitución lectora: uno se va a la cama en plan promiscuo, entren que caben cien, guste o disguste, masivamente y sin mayor escrúpulo, esperando recibir una retribución interesada acaso interesante, de vez en cuando nos dan una sorpresa agradable, la inmensa mayoría una desilusión y una sensación de haber sido estafados. Para sobrevivir como lector, formé una célula de resistencia con él, leyendo a discreción, siempre y cuando no formara parte del programa de lecturas asignadas. Mi secuaz y mentor me presentó al extracurricular Aldous Huxley, y hasta llegué a aprobar algunas materias citándolo.

NELSON
Dueño de una concentración y memoria envidiables, Nelson es el mejor lector que conozco. No por la cantidad de libros, o la variedad o acaso la calidad e importancia de sus lecturas, sino por la forma en que todas parecen relacionarse entre ellas, como si todas formaran un solo libro. Es un gusto compartir los libros con él, porque te obliga a regresar y revisarlos para encontrar detalles que pasaste por alto y creíste sin importancia. La apreciación por la obra de René Guénon y la revisión crítica y memoriosa de las lecturas pasadas es el legado de más de quince años de bohemia a cuatro manos.

Recibiendo el testigo

José Manuel Sequera



Todo lo hacían aquellas manos que incansablemente se posaban sobre las teclas blancas y negras, transmitiendo aquel mensaje en su muy particular código, flotando entre galopes de brisa, fluyendo de la vieja chistera, energía que me permitiría conocer diversos horizontes. De aquel viejo piano Sauter surgían las mágicas notas que José Natalio solía interpretar, notas que servirían para formar parte de las estrellas que serían guías por diversidad de horizontes. Con cada acorde, con cada contrapunto, con cada descarga, aparecían desenfadadas las señales que definirían inimaginables rutas, sorprendentes y maravillosos sonidos hechos caminos que se atesoraban en aquel cúmulo de células hechas humanidad, esa misma humanidad que siempre usó trajes hechos con fusas y claves de sol, con hilos de séptimas y novenas, con puntillos y silencios bordados.

Una tras otra, las historias no dejaban de aparecer asomadas entre cada una de las teclas, relatos que se iban escribiendo en aquel invisible cuaderno, cuyas interminables hojas hoy siguen siendo un punto de referencia, siempre teniendo como protagonista la figura del flaco de oro, Agustín Lara, pluma y sonido jarocho que acompañó tantos amores e historias. Todo esto tuvo como escenario aquel viejo piano Sauter, donde la mano izquierda de José Natalio se manejaba cual espadachín en su combate final, con destreza, con sutilezas y cadencias caribeñas, y su mano derecha era pura precisión y contundencia, liberadora de acordes complejos y de finas melodías, tallando en cada tecla sus particulares historias.

La sensibilidad se abría paso a partir de aquellos encuentros cargados de sonidos e historias, donde las voces de Pedro Vargas, Toña La Negra y Juan Arvizu eran frecuentes invitadas a aquellas tertulias donde se fue formando todo. Sin embargo, aquellos encuentros en la casa del abuelo tenían, también, sus matices venezolanos. Antonio Lauro, Antonio Carrillo, Pablo Canela y Laudelino Mejías, entre otros, surgían como referencias obligadas en los paisajes que José Natalio dibujaba en su piano Por allí comenzaba la cosa.

Con el pasar del tiempo, las referencias iban apareciendo desde diversos rincones del planeta, vía Lorenzo, el viejo, cuyos gustos variopintos iban desde las rancheras más conocidas hasta los boleros de Tito Rodríguez. Puente, por su parte, vendría después. Todo aquello representó – y lo sigue haciendo – un fabuloso matraz donde diversos sonidos se fueron mezclando de manera homogénea, lentamente, al calor del sol del trópico, cocido en agua de coco , permitiendo que cada uno de ellos pudiese existir sin estorbarle al otro, en perfecta coexistencia. Ritmos que tenían boleto de llegada se fueron haciendo presentes, mostrándose en su total esplendor, derramando secretos y sabores que vinieron a darle ese toque especial, ese secreto del chef, la maña que hacía falta.

De esas incansables manos que acariciaban teclas blancas y negras generosamente recibí la batuta en forma de testigo, para seguir en este incansable viaje, en esta suerte de descubrimiento de distintas sonoridades que cada vez arrullan mis oídos, que cada vez me invitan a seguir viajando sin necesidad de pasaporte o visa, donde las etiquetas se dejan atrás, señal inequívoca de la universalidad de los sonidos. Todo gracias a José Natalio, y al viejo piano Sauter.

Instrucciones para escribir un cuento (o relato o poema o carta o afín) si es que usted puede, claro

Adriana Bertorelli



Estimado lector (o/y escritor):

A continuación encontrará 3 listas de posibles temas, sin orden aparente. Sólo usted sabe porqué están allí, no se haga el desentendido, lo estamos filmando. Es obvio que no han sido escogidos al azar. Seleccione un tema de cada lista en la combinación que usted desee y arme con eso una historia. El resultado de la misma será producto de su propia mente retorcida, no nos culpe, pues esto no es más que una guía y el resto de los pensamientos los pone usted. Eso sí, no haga trampa, no sea tan vergonzosamente obvio. Tampoco mienta ni se adentre en temas que por naturaleza le son ajenos. Puede escribir, por ejemplo, un relato sobre Felipe Pirela comprando un Van Gogh en un remate, lo cual sería un gran aporte para la investigación del asesinato en Puerto Rico de El ruiseñor de América. Pero recuerde, sabemos donde vive, lo conocemos mejor que nadie. No le está dado revelar de dónde obtuvo esta información. Ahora comience, sáquele punta al lápiz por ambos extremos y espere con paciencia a ver cuál extremo del lápiz se impone, de esto dependerá gran parte del éxito de su narración y recuerde: no se copie, el trabajo es individual.

Lista 1
Los hermanos Marx
La Flauta Mágica
Clarence Gatemouth Brown
Damirón
Chicken Masala
Los mercados libres
Los 70
Los que se destripan las pepas en la vía pública
Los chistes malos
Tin Tan y su carnal Marcelo
La salsa
Las rosas amarillas
La Tía Julia y el Escribidor
Roberto Juarroz
El caminado de las venezolanas
Cada una de las cartas del tarot
Cantinflas
La autoayuda
Las fotografías en blanco y negro
El análisis de los sueños
Las telas que se expanden
El fuego
El número 7

Lista 2
La Freddy
John Lee Hooker
El mojito
El tostón playero
Gente con el arroz quemao
Van Gogh
Las piedritas lisas
La señorita cometa
Blanca Rosa Gil
Lo cursi
Los buñuelos de apio
Serrat
Don Carlo de Verdi
Felipe Pirela
Richie Ray y Bobby Cruz
Los huevos fritos
La guija
Los gatos
El peluche
Las cejas tatuadas
Las partes del cuerpo
Las chancletas petroleras
Los remates

Lista 3
Bola de Nieve
Rayuela
El padrino 1, 2 o/y 3
Fellini
Mafalda
Blanca Rosa Gil
El racismo
La voz humana
El minestrón
Tom y Jerry
Las pelucas
La lucha libre
Los ojos de mi hija
Las boas de plumas
Las libélulas
Madrid
La música coral
El mar
Raúl Amundaray
La memoria olfativa
Mozart
Los espejos
Los pocillos de peltre

Cinco listas diabólicas y un cuento

Roberto Echeto




LOS OFICIOS RAROS:

• Trabajar en una televisora japonesa y ser constructor de maquetas para que Ultramán las destruya en sus peleas contra los monstruos.

• Trabajar como diseñador de pesebres en cualquier centro comercial.

• Trabajar como cuidador de baños de carreteras (que conste que este trabajo existe).

• Trabajar como presidente del «Club de admiradores de Tony Soprano, Capítulo Venezuela».

• Trabajar en «la Brigada quita grafitis» de la Alcaldía de Chacao.



COSAS ABSURDAS:

• Tener una piraña que se llame «Arnold» y llevarla al veterinario.

• Llevarle agua de mar en una botella a un enfermo.

• Que en un restaurante vegetariano inventen un t-bone de soya.

• Que María Antonieta De las Nieves todavía ande por ahí haciendo de Chilindrina.

• Hablarle a una mata de sábila.



CINCO BARBARIDADES UNIVERSALES:

• La construcción del muro en la frontera entre México y EEUU (que curiosamente van a construir obreros mexicanos).

• Quitarle el silenciador al carro para que suene más duro.

• Dormirse bajo la regadera.

• Meterse en el carro a dormir siesta.

• Comerse una olla de lentejas.

• Confundir a Johann Sebastian Bach con el inventor de Las flores de Bach.

• Echarle pólvora al café y salsa de tomate al arroz.



LOS MEJORES MOMENTOS DE LA NAVIDAD VENEZOLANA:

• Comer pernil.

• Ver borracho a tu abuelo.

• Ver cómo se las ingenian los adultos para que los niños no descubran quién es el Niño Jesús.

• Contemplar El Ávila en diciembre.

• Las familias que se pelean por culpa de las hallacas (o viceversa).

• Ir a gaitas, patinatas y fiestas donde te dan de comer y de beber gratis.

• No tener que trabajar porque a cada rato organizan un desayuno de navidad en la oficina.



CINCO PROMESAS QUE SE HACEN EN ENERO:

• Este año sí cae.

• Desde hoy hago dieta.

• Este año sí me voy a Canadá a estudiar inglés.

• De este año no pasa que nos casemos.

• Este año me pongo más tetas.



LA COLECCIÓN DE BROCHAS

En algún momento de su vida, Margot Chópite quiso ser una artista reconocida, pero poco a poco se fue dando cuenta de que no sabía dibujar ni tenía talento (ni paciencia) para mezclar colores. Sin embargo, Margot Chópite nunca perdió el gusto por los materiales artísticos. Así continuó visitando tiendas de arte durante toda su vida y en cada una de ellas compraba pinceles, espátulas, tarros de pintura, estuches de madera, rollos de tela, cajas de lápices, blocks de dibujo, etcétera, etcétera.

Margot Chópite se convirtió en la mayor coleccionista de pinceles del mundo entero y ahora los museos de Londres y Berlín se encuentran en franca disputa para ver cuál de los dos exhibe primero la colección de brochas de Margot Chópite, a quien consideran una artista sin haber pintado un cuadrito.

La moraleja de este cuento es que el arte se ha vuelto una actividad muy rara en la que no se sabe cuándo te puede llegar el éxito.

Y no olviden que las paredes duelen menos que los libros.

De lo que está, de lo que no y de lo que nos hizo

Joaquín Ortega




Mary Reilly (Julia Roberts): ¿Qué enfermedad padece?
Dr. Jeckyll (John Malkovich): una fractura en el alma que me dejó un gusto por la inconsciencia


• El camión en forma de pescado del cine soy yo, que estuvo casi toda mi infancia estacionado al aire libre en el Unicentro El Marqués.

• La guillotina instalada sobre el barco del “Siglo de las Luces” de Alejo Carpentier.

• Los gritos del condenado a muerte en “Diles que no me Maten” de Juan Rulfo.

• La pelea contra los esqueletos en "Jasón y los Argonautas" de Don Chaffey.

• La miseria inclasificable de "Oliver Twist" de Charles Dickens.

• El tono inevitablemente aguardientoso del narrador en el "Corazón de las Tinieblas" de Conrad.

• Los huesos al aire, cuando le cae el caballo encima a Robert Jordan en “Por quién doblan las campanas”, de Hemingway.

• El cura haciéndose el marido consumado en “El Poder y la Gloria” de Graham Greene.

• El apartamento de Charlton Heston en “Omega Man”.

• Las tetas de las mujeres que mordía Barnabás Collins.

• El “no lugar y no tiempo” de los franceses en "Apocalypse Now, Redux" de Francis Ford Coppola.

• La segunda y valerosa muerte de Lord Jim con Peter O'Toole, de Richard Brooks.

• Las calles de San Petersburgo y el nacimiento del semáforo en “Todo lo que es sólido se desvanece en el aire” de Marshall Berman.

• La muerte del masón en "El Barril de Amontillado" de Edgar Allan Poe.

• Las luces de la ciudad en "Blade Runner" de Ridley Scott.

• La arrechera mundial de Nietzsche, especialmente en "El Anticristo".

• La mirada desde los ojos de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman

• La lectura hermosamente neurótica del viejo Tusquets en "Nada es Comparable".

• La joda maligna de Thomas de Quincey en "El asesinato como una de las Bellas Artes".

• La filosa risa que desde el profundo respeto hace George Carlin en su stand up comedy sobre los indios y Colón.

• Los lanzallamas y los monstruos en "The Thing", en la versión de John Carpenter.

• El nautilus de "20.000 leguas de viaje submarino" de Walt Disney.

• Las maldiciones eternas del "Necronomicon".

• La llamada del destino en la quinta de Beethoven.

• El dulce ritmo del gran perdedor Ignatius Reilly en "La Conjura de los Necios" de John Kennedy Toole.

• La literalmente etérica frase al dormir en "Cyder House Rules"... De verdad, Michael Caine rules...

• El camino imperdiblemente oculto de los discos, las letras y las portadas de Iron Maiden.

• La sombra verde del Ávila que siempre nos observa aún sin saber de ella...

• Cada coma y cada pausa en "Justine" de "El Cuarteto de Alejandría" de Durrell.

• Cada fotograma de Carl Maria Von Dreyer, Terrence Malick, Stanley Kubrick, Luis Buñuel, Andrei Tarkovsky, Federico Fellini, Clint Eastwood y tantos otros iniciados como ellos, y cuyos nombres sólo deben susurrarse por respeto...

• La mirada del loco Antonio de las mercedes, el camino directo a toda la literatura.