Sobre el viento, las obligaciones, las piedras y el amor
Rodrigo Blanco Calderón
Siempre, en mi vida todo lo he hecho por obligación. Y también por amor. (La frase, originalmente, iba al revés. Primero el amor y luego la obligación. Pero, no sé por qué, al momento de escribirla me dieron ganas de vomitar así que preferí dejarla como está). Aunque, si tomamos en cuenta que el amor, a su manera, también es una obligación, una fuerza que lo descentra a uno y le hace cometer las más absurdas idioteces, caer en las más inoportunas parálisis de la voluntad, en los más cerrados de los silencios sólo interrumpidos por las palabras más torpes, entonces sí, habría que insistir en que he vivido bajo el imperio de la obligación.
El primer texto que escribí fue por mandato de la profesora de Castellano y Literatura cuando estaba en tercer año de bachillerato. En una clase leímos el “Credo” de Aquiles Nazoa y para la siguiente clase debíamos traer cada uno un credo, pergeñado por la propia pluma y las propias creencias. Por cierto, no confíe mucho el lector en la fluidez de la frase anterior. A pesar de la continuidad de las palabras, tuve que hacer una pausa invisible y buscar en Internet quién es el verdadero autor del “Credo”. Por una manía inexplicable y persistente, tiendo a atribuírselo a Andrés Eloy Blanco. No sé por qué pero siempre confundo a ambos autores y sus respectivas obras. Cada vez que escucho o leo el nombre de alguno de estos dos autores, mi mente configura el mismo conglomerado de rostros y versos imprecisos. Se forma un Aquiles Eloy Blanco, un Andrés Nazoa, y ha sido tanta la confusión a lo largo de tantos años, que ya ha alcanzado la categoría de creencia, de manera que si tuviera en mis manos aquel credo que escribí a los catorce o quince años le agregaría una certeza final: “Creo en el “Credo” de Aquiles Nazoa, que escribió Andrés Eloy Blanco”.
Pero volviendo a nuestro tema, lo cierto es que la profesora nos obligó a escribir un credo y así lo hice. El resultado sorprendió a todos: a mi madre, a la profesora, a mis compañeros, y, sobre todo, a mi mismo. De aquel catalogo ingenuo y fervoroso sólo recuerdo uno de sus puntos. Decía, creo, algo así: “Creo en la amistad, hermoso lago en cuyas aguas cristalinas me baño todos los días”. De aquella experiencia me quedó, más que el propio texto, la sorpresa de una dimensión de mi personalidad, intensa, ingenua, sincera, que no conocía.
La segunda experiencia de escritura, por su parte, me mostró una dimensión de mi personalidad que sí conocía pero que trataba de obviar. Aquellos primeros poemas escritos a los quince años, me demostraban y me recordaban que yo era un imbécil y que, como buen imbécil, estaba jodidamente enamorado de una muchacha que nunca, pero nunca, llegó a fijarse en mí. De aquel amor frustrado, quedaron esos primeros poemas, que con el paso del tiempo se transformaron ellos mismos, por razones de cursilería y grandilocuencia, en otro amor frustrado y olvidado: mi amor por la poesía. En este caso, fui yo quien la abandonó a ella, la olvidé lentamente, como una herida inocua que fue cicatrizando sin darme cuenta. Ahora que escribo estas líneas me doy cuenta de que la extraño, de que añoro el pequeño huracán que me embargaba cuando escribía un poema. Pero ya nada puedo hacer. La poesía es una amante que muy pocos merecen. Su amor es un pacto que la mayoría de los seres, avergonzados y atemorizados por abandonar la propia trivialidad, rechazan.
Pero volviendo a nuestro tema, lo cierto es que el amor que sentía por esa muchacha me obligó, para desahogarme, a escribir mis primeros poemas de amor. En este caso, no dejaba de sentirlo como una obligación, como una humillación y un acto de sinceridad que, en el fondo, nadie me pedía. Sin embargo, esta escritura tenía momentos de emoción pura. La alegría rebelde de transformar aquel mandato humillante del corazón en un placer. La escritura así concebida es una orden dulce. Una obligación placentera, una sumisión voluntaria, una domesticación masoquista del monstruo que habita en el que escribe mediante la técnica más agotadora (para el monstruo) y efectiva (para el que escribe): la total entrega y complacencia. Al contrario de lo afirmado por la sabiduría popular, creo que es en realidad la piedra la que con paciencia milenaria va desgastando al viento. La que le va sustrayendo, con su propia e imperceptible disminución, su puerto de llegada, el punto donde se desvía y se convierte verdaderamente, en ese pequeño giro, en viento.
Obligación y amor. La rutina y el desencanto nos confirman que podemos llegar a hacer el amor, en más de una ocasión, por pura obligación. La escritura, ese acto absurdo de interpretar y transcribir los dictados de una voz íntima y ajena, nos revela que existen obligaciones, mandatos surgidos del viento, que nosotros, con la paciencia y la persistencia de las piedras, cumplimos llevados por una obediente, gozosa en su obediencia, pasión.
El primer texto que escribí fue por mandato de la profesora de Castellano y Literatura cuando estaba en tercer año de bachillerato. En una clase leímos el “Credo” de Aquiles Nazoa y para la siguiente clase debíamos traer cada uno un credo, pergeñado por la propia pluma y las propias creencias. Por cierto, no confíe mucho el lector en la fluidez de la frase anterior. A pesar de la continuidad de las palabras, tuve que hacer una pausa invisible y buscar en Internet quién es el verdadero autor del “Credo”. Por una manía inexplicable y persistente, tiendo a atribuírselo a Andrés Eloy Blanco. No sé por qué pero siempre confundo a ambos autores y sus respectivas obras. Cada vez que escucho o leo el nombre de alguno de estos dos autores, mi mente configura el mismo conglomerado de rostros y versos imprecisos. Se forma un Aquiles Eloy Blanco, un Andrés Nazoa, y ha sido tanta la confusión a lo largo de tantos años, que ya ha alcanzado la categoría de creencia, de manera que si tuviera en mis manos aquel credo que escribí a los catorce o quince años le agregaría una certeza final: “Creo en el “Credo” de Aquiles Nazoa, que escribió Andrés Eloy Blanco”.
Pero volviendo a nuestro tema, lo cierto es que la profesora nos obligó a escribir un credo y así lo hice. El resultado sorprendió a todos: a mi madre, a la profesora, a mis compañeros, y, sobre todo, a mi mismo. De aquel catalogo ingenuo y fervoroso sólo recuerdo uno de sus puntos. Decía, creo, algo así: “Creo en la amistad, hermoso lago en cuyas aguas cristalinas me baño todos los días”. De aquella experiencia me quedó, más que el propio texto, la sorpresa de una dimensión de mi personalidad, intensa, ingenua, sincera, que no conocía.
La segunda experiencia de escritura, por su parte, me mostró una dimensión de mi personalidad que sí conocía pero que trataba de obviar. Aquellos primeros poemas escritos a los quince años, me demostraban y me recordaban que yo era un imbécil y que, como buen imbécil, estaba jodidamente enamorado de una muchacha que nunca, pero nunca, llegó a fijarse en mí. De aquel amor frustrado, quedaron esos primeros poemas, que con el paso del tiempo se transformaron ellos mismos, por razones de cursilería y grandilocuencia, en otro amor frustrado y olvidado: mi amor por la poesía. En este caso, fui yo quien la abandonó a ella, la olvidé lentamente, como una herida inocua que fue cicatrizando sin darme cuenta. Ahora que escribo estas líneas me doy cuenta de que la extraño, de que añoro el pequeño huracán que me embargaba cuando escribía un poema. Pero ya nada puedo hacer. La poesía es una amante que muy pocos merecen. Su amor es un pacto que la mayoría de los seres, avergonzados y atemorizados por abandonar la propia trivialidad, rechazan.
Pero volviendo a nuestro tema, lo cierto es que el amor que sentía por esa muchacha me obligó, para desahogarme, a escribir mis primeros poemas de amor. En este caso, no dejaba de sentirlo como una obligación, como una humillación y un acto de sinceridad que, en el fondo, nadie me pedía. Sin embargo, esta escritura tenía momentos de emoción pura. La alegría rebelde de transformar aquel mandato humillante del corazón en un placer. La escritura así concebida es una orden dulce. Una obligación placentera, una sumisión voluntaria, una domesticación masoquista del monstruo que habita en el que escribe mediante la técnica más agotadora (para el monstruo) y efectiva (para el que escribe): la total entrega y complacencia. Al contrario de lo afirmado por la sabiduría popular, creo que es en realidad la piedra la que con paciencia milenaria va desgastando al viento. La que le va sustrayendo, con su propia e imperceptible disminución, su puerto de llegada, el punto donde se desvía y se convierte verdaderamente, en ese pequeño giro, en viento.
Obligación y amor. La rutina y el desencanto nos confirman que podemos llegar a hacer el amor, en más de una ocasión, por pura obligación. La escritura, ese acto absurdo de interpretar y transcribir los dictados de una voz íntima y ajena, nos revela que existen obligaciones, mandatos surgidos del viento, que nosotros, con la paciencia y la persistencia de las piedras, cumplimos llevados por una obediente, gozosa en su obediencia, pasión.
1 Comments:
En verdad me ha gustado muchìsimo...
Los primeros poemas siempre son por amor, y uno deja de escribirlos cuando èste se transforma en algo diferente.
En la escuela hay veces que me doy el "lujo" de escribir de manera contraria a lo que los profesores esperan de un alumno...
Por eso me gustò tu texto, por que se que lo escrbiste de corazòn. Y por que ademàs me recuerda un poco a mì mismo.
Publicar un comentario
<< Home